Nuestra esencia esclava

Solo somos reyes en las redes sociales.

Foto: Pxhere.

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Comienza 2019 y, como todos, tengo mis propósitos de Año Nuevo. Me propongo ser más osada, atrevida, más arriesgada, sin que en ello me vaya la vida (para tranquilidad de mi madre). Me propongo gritar más y consumir menos. En las largas pláticas que reúnen a las personas en los últimos días del año, me tocó compartir con la familia argentina, en una hermosa y turbulenta playa del sur, donde los pájaros que aún anidan en los aleros. Este es uno de los aullidos solapados que nos unieron estos días.

Un tema recurrente de las mútiples charlas fue el de la privacidad de la información y cómo las instituciones se están haciendo nuestras dueñas, de todos nuestros datos e información, con un solo fin: el de vendernos más productos y servicios. Luego, buscando sobre el tema, más allá de los consabidos escándalos de Facebook y otras compañías del mundo virtual, encuentro un editorial del periódico El País que afirma que nosotros somos ahora el producto en venta. Me espanto.

Hay un arma que subyuga y controla no solo nuestra conciencia, sino nuestras vidas y nos desvía de nuestros sentidos de vida, cualquiera que estos sean. Ese mercado implacable al que solo le interesa vendernos cosas que no necesitamos ni necesitaremos, sin importar de qué forma lo hará.

Impresiona el desdoblamiento humano que se produce en el ímpetu de comprar todas esas cosas para estar a la altura de aquello que estas sociedades modernas, contra las cuales no tengo empacho en despotricar, esperan de nosotros.

Solo somos reyes en las redes sociales, porque ponemos nuestras fotos hermosas, nuestras hazañas, nuestros logros, y los demás nos reconocen y nos hacen sentir bien, aunque sea gente que no conocemos. Mientras, esas redes nos están llenando una porción vacía de vida a cambio de información que les va a servir para luego conocer exactamente nuestros hábitos de consumo.

Quedé muy sorprendida hace poco al comprar un dominio para un sitio web y ver que, dos días después, tenía una docena de ofertas de desarrolladores por todo el mundo. ¿Tan vulnerables somos? Algunos me volvieron a escribir un día más tarde reclamándome porque no les había respondido, en inglés y sin remitente conocido para mí. ¿Están tan desesperados? ¿Tienen hijos muriéndose de hambre? No. Los que se mueren de hambre no tienen Internet ni ofrecen servicios de consumo masivo.

Simplemente se trata de estrategias del marketing moderno, celular, persona a persona, guiado por nuestros click streams. Créanme que las conozco porque llevo años trabajando dentro del mundo de la comunicación. Soy juez y parte de este mecanismo, cuyas cadenas, no obstante, intento romper.

Hoy, estos aditamentos necesarios para la vida: celular, computadora, tabletas, entre otros, se han convertido en prótesis de nosotros mismos que nos dificultan pensar, reflexionar, entender, huir, y, sobre todo, nos enredan en ese mecanismo en el que la esencia humana pareciera girar alrededor del mercado, del dinero.

Harari, historiador israelí al que me gusta citar, asegura que la religión más poderosa hoy es el consumismo. Nos convencen de que cualquier problema se puede remediar comprando algo, más allá de la religión a la que pertenezcamos realmente o la geografía en la que hayamos nacido. De esta manera, el dinero es el dios de las más de 7 mil millones de personas que habitamos la Tierra. Y mueve el mundo.

Yo crecí con el precepto de uno de los pensadores que más he admirado, uno de los grandes hombres de todos los tiempos. Mi José Martí decía: “Mucha tienda, poca alma. Quien tiene mucho adentro, necesita poco afuera. Quien lleva mucho afuera, tiene poco adentro, y quiere disimular lo poco”. Acaso más vigente que nunca hoy, que vamos por la vida con el estruendo terrible de nuestra carreta, mostrando con orgullo que va vacía y que podemos llenarla fácilmente en una plaza comercial, porque para eso nos rompemos la vida trabajando por la plata que va a comprarlo todo.

Allí, en los moles de nuestro planeta, rendimos culto a nuestros dioses y nos entregamos a su penitencia y, esto es lo peor, nos preocupa poco, pese a ser el signo de la decadencia moderna que más nos esclaviza.

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