Pollo por pescado

Lo último en Siguaraya City no es pasar gato por liebre, sino pollo por pescado. Con el agravante de que esa práctica ya trascendió las casillas, donde compensan la ausencia de pechuga con exceso de hielo, y ahora la sufrimos en el bolsillo: sí, circulan por ahí billetes de 10 pesos más falsos que un Guernica con un bombillo ahorrador.

Aquí le dicen “pescao” al billete de 10 pesos, gracias a la ancestral tradición bolitera que llama “monja” al billete de cinco pesos, pero se cuida de referirse al de 20 como “tibor”. Lexicología y vicio aparte, la desconfianza del botero que mira a trasluz el “pescao” con que le pagamos no es paranoica, infundada y mucho menos nueva.

Cada cierto tiempo, en el trasiego cotidiano se cuela efectivo cuya autenticidad es difícil de verificar, sobre todo en los billetes pequeños. Uno se cuida más con los de mayor denominación, porque el Apóstol será el Apóstol, pero que te engañen con el Padre de la Patria duele 100 veces más. Y le buscamos la marca de agua, la tirilla de seguridad, le revisamos texturas, saboreamos la tinta, y si pudiéramos le exigiríamos que nos cantara La Bayamesa para saber si es un Céspedes legítimo.

Todo siguarayense es, en potencia, un perito del Banco Nacional. No somos mucho de usar luces ultravioletas, confiamos más en el roce y la uña. En tiempos del dólar, la gente le rascaba la solapa a Washington para saber si era genuino. Decían los jodedores que si se le estrujaba la camisa al Padre Fundador, el dólar era indudablemente falso.

El que está acostumbrado a tratar con billetes detecta los falsos al vuelo, de verlos o tocarlos, porque está familiarizado con el papel moneda. Pero mucha gente honrada y sin malicia no se da cuenta del fraude, y ve los cielos abiertos con transacciones cuya inutilidad solo descubren cuando van a depositar el dinerito. Los cajeros tienen la orientación de confiscar los billetes falsos, para luego incinerarlos en hornos de algún central azucarero, siguiendo mil protocolos de seguridad.

La pregunta que uno se hace es… ¿cómo falsifican el dinero aquí? Supongo que sean fotocopias casi perfectas, y algunas sesiones de estrujado para disimular el papel gaceta, si bien el tóner de una impresora laser promedio no garantiza ni suficiente fijador, ni el relieve para los ciegos, y mucho menos la marca de agua, por sensible que sea.

Sin embargo, la agitación cotidiana y la guanajería circunstancial les facilitan el timo a los discípulos siguarayenses de Frank Abagnale Jr., el célebre falsificador interpretado en el cine por Leonardo DiCaprio. Aquí el que más y el que menos alguna vez ha falsificado algo, no por delinquir, sino por ahorrarse entuertos. Lo primero que aprendí a copiar fue la firma de mi madre, solo por si acaso. Años después, ya en la universidad, falsifiqué entradas para ver a los Orioles en el Latino, y sabrá Dios cuántos tickets hice en la beca los martes de pollo, para comer doble ración.

Fuera de Siguaraya City el dinero falso se vende tanto en el mercado negro como en el tradicional, porque existen tradiciones que lo avalan. Por ejemplo, en Bolivia se hace la Feria del Ekeko, el duende de la prosperidad, y la gente compra los fajos diminutos de dólares y euros para invocar el dinero real. A su vez, en Vietnam venden los billetes en blanco y negro para quemarlos vísperas del “Tet” (Año Nuevo Lunar), en una suerte de remesas etéreas al Más Allá, donde los ancestros también tienen sus necesidades.

A no ser para jugar Monopolio, el dinero de mentiritas solo sirve en Siguaraya City para encabronarse, medrar o inspirar textos como este, y a los Abagnale que agarren aquí en el brinco no les hacen una película, sino les suenan 10 o más años de cárcel. Y no precisamente perdiendo un turno en una casilla del tablero…

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