Canción de amor para un policía bueno
BlacKkKlansman (EUA, Spike Lee, 2018)
De las tantas leyendas que reptan por La Habana, una asegura que cuando Spike Lee estuvo en Cuba por primera vez, su apariencia hizo que uno de nuestros policías celoso de las buenas costumbres y ágil para la paranoia, se lo llevó preso. Cuentan también que del ICAIC tuvieron que salir a pedir su liberación y que el director de Do the right thing prometió que no volvería a este país. Que para sufrir el racismo de las instituciones ya tenía con el suyo. Aunque no lo he confirmado y bien podría tratarse de un rumor, no deja de parecer plausible entonces y ahora.
La anécdota viene al caso porque su nueva película, BlacKkKlansman (en español, Infiltrado en el KKKlan), satiriza los prejuicios de la institución policial desde su premisa misma: la historia (real) de un negro que durante la década de 1970 se convierte en el primer policía de su color en Colorado Springs. Y a nadie tome de sorpresa que se trate además de la adaptación de un libro de memorias, titulado Black Klansman y escrito por Ron Stallworth, cuyo nombre hereda el protagonista de Lee.
Pero en vez de hacer una adaptación ajustada a tan singular situación, la película dibuja un sistema dramático de tonos sobrecargados. Su protagonista es un joven idealista hasta la inverosmilitud, casi angelical, que cree en la posibilidad de cambiar la institución represiva desde dentro. Y los antagonistas son gente insoportable, bruta, racista, misógina, perversa y sin escrúpulos. Incluyendo a un policía de un racismo extremo. Y para balancear, algunos policías blancos son gente correcta y solidaria, como buenos coadyuvantes del protagonista.
O sea, BlacKkKlansman es un panfleto con todas las letras. Su simplicidad dramática se corresponde con su agresividad política militante: Lee decide que para ir contra el racismo del establishment hay que ser corrosivo e incendiario. Por eso su relato recurre a muchas peripecias que implican discursos de reivindicación de la identidad racial (desde el brillante episodio del mítin de los Panteras negras, hasta la cita nostálgica del cine blaxploitation) y a otros abiertamente elegíacos, como es la aparición especial de Harry Belafonte en una secuencia que evoca el linchamiento del niño negro Jesse Washington. O en la inserción del repertorio clásico del cine estadounidense en una reflexión acerca del papel de la industria cultural en la legitimación histórica del odio racial: la secuencia de inicio de BlacKkKlansman cita el célebre plano panorámico de la derrota del sur esclavista vista como tragedia en Lo que el viento se llevó (1939, Victor Fleming), y la relectura de El nacimiento de una nación (1915), de David Wark Griffith, a partir de su peso determinante en el renacimiento del apartheid y del propio Ku Klux Klan, son notas altas.
Hay una rabia justiciera en BlacKkKlansman que explica su violencia simbólica, lo demoledor de sus argumentos, su falta de moderación y, sobre todo, su ansia por analizar el racismo estadounidense desde una perspectiva de larga duración histórica. Porque Lee ambienta su película en un momento posterior al de las luchas por los derechos civiles de la década de 1960, pero en realidad está hablando de la era Trump. Del presente. Buena parte del fondo corrosivo de esta película viene de ahí: de presentar la lucha por el respeto y la igualdad de los negros estadounidenses como un asunto anclado en ofensas y luchas de siglos.
La “suciedad” formal de BlacKkKlansman es la mejor herramienta para ese trabajo corrosivo. Sus momentos inolvidables vienen de ese deseo por provocar en el espectador un éxtasis de intolerancia moral ante el crimen. Pero –no se olvide– Lee es un director de carrera muy irregular, con biopics solemnes como Malcom X (1992) o el olvidable remake de Oldboy (2013). Es además el promotor de la obra de cineastas emergentes y el renombrado adalid de denuncias contra el racismo de instituciones como el Oscar y la Academia cinematográfica estadounidense.
En el caso de BlacKkKlansman, la agudeza de su panfleto es debilitada por una trama central donde se mezclan la ridiculización del KKK como expresión más pueril del racismo y la intolerancia, así como el thriller policial con rasgos de buddy movie. Que esa zona narrativa se sostenga depende mucho de las actuaciones de John David Washington y de Adam Driver. Pero la debilidad fatal de este largometraje es que Lee hace una película revisionista anti-Hollywood con el lenguaje… de Hollywood.
El final epifánico, la reiteración innecesaria de motivos, los clichés consustanciales al panfleto llevados al extremo, las soluciones argumentales de chico-ama-chica que no deja demasiado bien parado al sujeto femenino (contraditorio en una narrativa que va de reivindicación de las diferencias), una radicalidad no llevada hasta sus últimas consecuencias, dejan a BlacKkKlansman como una nueva tentativa que fracasa por su interés definitivo en ser un producto mainstream.
La secuencia final, que enhebra reportes noticiosos del presente donde el odio racial se manifiesta otra vez con rasgos criminales, me hizo recordar la tira de créditos de El joven Karl Marx (2017, Raoul Peck), que el Festival exhibió en diciembre del año pasado. Después de una película correcta hasta la docencia, con un Marx casi sin fisuras y una puesta en escena escolar, ¿hay derecho a sugerir al público de 2018 que se habla a nombre de la actualidad de causas sociales y políticas del pasado remoto? ¿Es esto lo que pueden hoy decirnos desde el cine los discursos que se colocan del lado del pensamiento liberador y justiciero? ¿En verdad la única forma de reivindicación que queda a la “vieja izquierda” es invocar un santoral de mártires y producir una visión de la Historia de manual de escuela soviética?
Bajo tales presupuestos de guerra cultural, no es raro que la gente corra a votar en todas partes a la ultraderecha, que aparenta saber cómo dar solución a estas fracturas sociales. Y en ello tendré que darle la razón a Spike Lee: quizás la mejor manera de hacer un panfleto anti-Trump sea acogerse a los códigos que la época Trump admite. Aunque no esté yo de acuerdo: la subversión debe proponerse activar herramientas críticas que fracturen el lenguaje dominante. Aunque corra el riesgo de quedar incomprendida por el espectador de la era pospolítica.
Eso lo sabía incluso Marx, que no quienes lo invocan para cultivar su huerto de certezas pequeñoburguesas.
Fábula del alfeñique y su perro
Dogman (Italia, Matteo Garrone, 2018)
Quizás el mundo invite hoy a ser explicado a través de esa estructura narrativa de intención moralizante que es la fábula. El didactismo es un rasgo retórico al que buena parte de la producción intelectual moderna y posmoderna se opone, pero acaso en estos tiempos confusos sea necesario volver a explicar dónde está el bien, dónde el mal.
Un paradoja esta que, después de apreciar la película de Spike Lee arriba, salta con esa fuerza más ante Dogman.
El cine italiano va tomando cuerpo y altura, después de un par de décadas casi lamentables. Títulos como los de Pietro Marcello, Paolo Sorrentino, Alice Rohrwacher (directora este 2018 de Lazzaro felice, cinta que penosamente no está presente en la selección habanera, pero que al menos ha circulado en el Paquete), muestran un grupo de nombres nuevos que, junto a los de algunos, poquísimos, veteranos, dibujan al menos un panorama de futuro.
Garrone reúne en este título las coordenadas que exploró en sus largos previos: la violencia desestructurante del tejido social de Gomorra (2008), la crisis cultural de la sociedad nacional de Reality (2012) y, justamente, la fábula fantástica en su versión oscura de El cuento de los cuentos (2015). Todo ello revuelto y ordenado en torno a un personaje que encarna la bondad e inocencia casi absolutas que caben en la figura de alfeñique del actor Marcello Fonte, insuperable en su retrato de un hombre maduro sin otro ideal o ambición que ser bueno a pesar de los varapalos, pero que por eso mismo sucumbre en un mundo de miserias.
El retrato de este universo como alegoría moral es esencial en Dogman. El personaje central es un veterinario que trata con semejante dulzura a las mascotas que a su pequeña hija, pero si bien encarna a un sujeto casi angelical, su apariencia desdichada y grotesca contrasta con ese ideal. En derredor, un ambiente demacrado, reseco, de colores metálicos y grises subidos, de gente lumpenizada, subraya ese choque de impresiones.
El conflicto de Marcello (el personaje lleva el mismo nombre que el actor) lo llevará a enfrentarse a su sistema moral de la peor manera, pero en eso no puedo abundar sin correr el riesgo de aniquilar el secreto de la anécdota.
Las mascotas no son aquí un dato menor. Invito a apreciarlas como extensión del paraje moral que dibujan los seres humanos. Dogman es una obra de madurez de Garrone porque a través de ella se ofrece un examen de la dimension moral de la existencia que acaba invitando a reflexionar sobre la obediencia. Si bien la relación entre personas y perros en la película parece ilustrar la vieja dicotomía entre amo y esclavo, el realizador consigue en cambio trasladarla a un ángulo donde la idea de domesticación comenta el significado de la existencia social misma. De todos los que vivimos en sociedad como seres domesticados, obedientes a normas que encuentran su contraparte en la transgresión.
En ese sentido, la fábula como estructura o género narrativo que asume Dogman (un bueno-bueno angélico enfrentado a la perversidad de un malo-malo) sirve como base para proponer un examen filosófico de la realidad.
Este cine recupera motivos antes desarrollados por la soberbia tradición de la commedia dell’arte italiana, que no por gusto influyó en la obra de Shakespeare, Moliere o Lope de Vega. Trabajar con tipos dramáticos en vez de con caracteres psicológicamente determinados definidos puede ser una solución para las urgencias de la época.