El tío Oscar se está muriendo

Entrega de los premios Oscar el domingo 4 de marzo de 2018 en el Teatro Dolby de Los Angeles. Foto: Chris Pizzello / Invision / AP.

Entrega de los premios Oscar el domingo 4 de marzo de 2018 en el Teatro Dolby de Los Angeles. Foto: Chris Pizzello / Invision / AP.

Hace unos años, los premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood cometieron una injusticia que sufrí como si me hubieran pisado un callo y seguido de largo. El crimen en cuestión fue ignorar la de lejos mejor película estadounidense de 2012: Frances Ha, de Noah Baumbach.
La historia de una muchacha sensible y curiosa, que busca ser aceptada en un mundo de apariencias y valores utilitarios, encarnada por una grácil y radiante Greta Gerwig, con todo y su fotografía en delicado blanco y negro y sus marejadas de diálogos agudos, era una de las películas más honestas y profundas que podía verse ese año.
Este 2018, imaginé que habría una reivindicación definitiva: Greta Gerwig, una de las figuras cimeras de su generación de actores, era nominada como mejor directora nada menos que por su opera prima, Lady Bird. Mas, este homenaje al mumblecore que aspira a ser la comedia romántica de Gerwig, resultó una peliculita. Con demasiadas intenciones, con un recorrido dramático errático y sin demonio. Y eso me hizo preguntarme si no sería precisamente por ello que los académicos le echaron el ojo. Uno tiene sus prejuicios, pero cuando las evidencias abundan para sugerir una trama conspirativa, saltan las alarmas.
Lady Bird | Official Trailer HD | A24
El premio Oscar es hoy un asunto corporativo muy serio. Sus organizadores han secuestrado la idea del cine en base a los intereses de algunos que se disputan ese marketing global. En él prevalece un modelo del cine viejo, irrisorio y penoso. Y cuando se cuela algo imprevisible o espontáneo (como en 1973, cuando Marlon Brando envió a una amerindia a leer una declaración donde hacía público su rechazo al lauro y al maltrato simbólico de Hollywood a las naciones aborígenes; o durante el trueque de tarjetas que fuera noticia el año pasado), ello sirve como resorte para disfrazar el aburrimiento de novedad. Como si esa pasarela no expresara, en sus silencios y omisiones, así como también en los títulos y asuntos que registra, la propia ilusión mortecina que es hoy el negocio del cine.
La gran ilusión hollywoodense actual al celebrarse y hacerse autobombo, es visible en una competencia que viste de alta costura las bajas pasiones, los acuerdos y negociaciones de oficina, las operaciones de los departamentos de marketing empresarial y esa feroz batalla por las taquillas que supone el territorio propio del cine industrial global.
Al final de ese conflicto sordo estamos nosotros, a quienes se nos quiere hacer creer que las pelis del Oscar son el non plus ultra de la cultura de las imágenes en movimiento y que Guillermo del Toro es un gran director, cuando se trata, si acaso, de un excepcional artesano. 

#UnOscarTanLatino: estatuillas para del Toro y Coco


La forma del agua es una fábula donde la metáfora del monstruo hermafrodita auxiliado por los perdedores de siempre, por las otredades reunidas (muchacha muda; mujer negra; dibujante gay), recibe uno de los tratamientos más conservadores que se haya visto últimamente, cuando reactiva el mito colonial del encuentro con lo exótico para reavivar la moral cansada y corrupta de la sociedad blanca europea y autoritaria.
El izquierdismo hollywoodense enseña aquí su costado más pueril. Del Toro ha perdido su voz propia para transformarse en ese mutante de la industria que se supone un autor, cuando en verdad solo produce el dialecto que se habla en los departamentos de diseño de producto de los grandes estudios y cuyo objetivo central es reproducir un sistema económico. Si un premio en Venecia, venir de América Latina y emitir algunas declaraciones anti Trump ayudan a ello, bienvenidos sean.
Creer que una institución no va producir lógicas de reproducción de sí misma a cualquier costo, es ignorar la propia razón de su existencia. Y el Oscar, en ese recorrido, es apenas un síntoma. Un síntoma con todas las ambigüedades necesarias para serlo. Esto, porque en el Oscar también se cuelan películas memorables. Quiero decir: la excepción confirma la regla.
Las de este año son Sin amor (Andrey Zvyagintsev) y The Square (Suecia, Ruben Östlund). E incluso Faces Places (JR, Agnès Varda), una pieza menor en la carrera de una de las directoras más originales del cine, pero en su propia humildad, enorme.
También habrá que reconocerle su capacidad de aggiornamiento. Porque están las películas de acción afirmativa: esa obsesión del tío Oscar por evitar las etiquetas de conservador y ortodoxo. Y que provocó que en 2017 la Academia hiciera uno de los gestos mas doble moralistas de su historia, al premiar un título como Moonlight (Barry Jenkins), después de encarar las duras críticas emitidas por diversas figuras un año antes a causa de su racismo abierto y comprobable. Año en que, no hay como evitarlo, el tío obvió títulos enormes como Paterson (Jim Jarmusch).
Moonlight | Official Trailer HD | A24
Este 2018 le ha tocado a Una mujer fantástica (Chile, Sebastián Lelio); su Oscar es más una declaración de compromiso que el reconocimiento merecido a una pieza excepcional (algo que este filme no es).
Y están las pelis de boutique, con actuaciones descomunales, argumentos con suficiente morbo para mantenernos en vilo todo el rato, intérpretes que sueltan monólogos escritos por hábiles amanuenses para que creamos en la causa moral del personaje y decidamos entre bandos. Son los elefantes blancos que decía Manny Farber: en 2018, The Post (¡Spielberg y Meryl Strep juntos!), Three Billboards Outside Ebbing, Missouri (un filme sobrevalorado, efectista y maniqueo donde los haya, repleto de lugares comunes y guionazos previsibles) y Dunkirk (tan segura de su enormidad, de lo aparatoso de su reconstrucción histórica, que obliga a preguntarse para qué sirve seguir haciendo un espectáculo de las contiendas bélicas después de Ven y mira, de Elem Klimov).
Solo hay que mirar la enorme lista de películas de las que estuvimos hablando cada año durante los meses que van entre el anuncio de los nominados y la ceremonia final, para encontrar decenas de títulos cuya evocación nos costaría un penoso esfuerzo de memoria.
Los títulos del año en Estados Unidos, por cierto, no estuvieron en el Oscar. Son, por ejemplo, The Meyerowitz Stories (Noah Baumbach… otra vez), una sátira aguda, con personajes modelados con un pulso admirable, un Adam Sandler indescriptible, un Dustin Hoffman que tiene la energía de sus mejores días… una película sencilla solo en apariencia, donde su director vuelve sobre la idea de la dignidad y la integridad en una cultura que aprecia ante todo lo irrisorio y superfluo. Y Wonderstruck, un Todd Haynes menor, pero que devuelve a un realizador capaz de narrar sin excesos y que teje una alegoría del siglo XX estadounidense acaso con demasiados lugares comunes… pero más autenticidad y compromiso estético con el mundo creado que Spielberg y Del Toro juntos.

Adam Sandler y Ben Stiller en "The Meyerowitz Stories". Foto: Daily Beast.
Adam Sandler y Ben Stiller en “The Meyerowitz Stories”. Foto: Daily Beast.

Y se han olvidado además A Ghost Story (David Lowery), otro monumento narrativo, cuyo ligero patetismo tiene nada que envidiar al de los títulos favoritos y su altanera pedantería. Y (¡horror!) de The Killing of a Sacred Deer, la confirmación de que el salto a Norteamérica no tiene que implicar la pérdida de identidad para un director con un dialecto único, corrosivo y perturbador, como el que poseía en sus inicios en la cinematografía griega Yorgos Lanthimos.
Por suerte, en esa categoría perdonavidas en que se ha convertido la lista de nominaciones a Mejor película, decidieron incluir a Paul Thomas Anderson y su extraña Phantom Thread. Anderson es quizás el ejemplo del neoclasicismo hollywoodense más valioso y depurado, y al propio tiempo, oscuro. Los de la Academia, me lo huelo, no saben cómo asimilarlo. Prefieren los finales épicos de Spielberg y el romanticismo ñoño de Del Toro, o las carantoñas manieristas de Iñárritu, pero es este el director estadounidense más grande del presente.
"Phantom Thread". Toma: Cortesía de Focus Features vía Vanity Fair.
Daniel Day-Lewis y Vivky Krieps en “Phantom Thread”. Toma: Cortesía de Focus Features vía Vanity Fair.

La historia de amor de Phantom Thread es de lejos la propuesta más elaborada y profunda de las ahí reunidas. No se sirve de ninguna referencia con vocación posmoderna, pues va muy lejos en su meditación acerca del poder, los lazos humanos y el deseo egoísta (que ya eran There Will Be Blood y The Master), si bien en un tono digamos bajo, pero también de superior elaboración dramática.
Dije arriba que tengo una sospecha. Y la voy a hacer pública: tanto la peli de Baumbach como la de Haynes son proyectos nacidos de las nuevas estructuras de producción y distribución que son las plataformas online. Wonderstuck, de Amazon Originals; The Meyerowitz Stories, de Netflix. ¿Resultará fortuita esta coincidencia? Hollywood ve crecer día tras día la competencia por su coto de caza privado, y se amuralla. El Oscar es apenas lo que está a simple vista. Un síntoma, dije antes.
Les voy a hacer un cuento el día que Netflix y el resto de las plataformas de streaming comiencen a entregar sus propios premios, extiendan una alfombra roja para su ceremonia chata y aburrida, y usted cambie de canal.

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