Es la ideología, estúpido

Con la producción de Fast and Furious 8 en La Habana, el cine nacional se coloca ante un fenómeno inédito: el rodaje de un blockbuster de Hollywood en nuestras narices. Ello, dentro de un contexto donde Cuba apenas actúa como locación y en una perspectiva que calificó desde los años 90 dentro de la categoría de “servicio a la producción” extranjera. Tal esquema permitió que sobre todo producciones europeas se valieran de los ambientes naturales y patrimoniales, así como de una comunidad de profesionales autóctonos, para realizar puestas en escena de películas de aventuras, thrillers, policiales, géneros en general ajenos al repertorio del cine nacional.

Era de esperarse: la avidez de exotismos del cine metropolitano se remonta a los orígenes del cinematógrafo, a los célebres camarógrafos viajeros de la empresa Lumière que recorrieron el universo en busca de imágenes de culturas lejanas, de parajes primitivos y costumbres pintorescas con que alimentar un deseo de otredad que sustentaba la idea de centralidad del sujeto occidental moderno.

Esto fue completado por un cine etnográfico de muy diverso carácter, que alimentó la curiosidad tanto de las políticas de autor (desde Flaherty hasta Jean Rouch) como de la producción comercial más artera (desde las películas de Tarzán hasta el western que alimentó el mito de los perversos pieles rojas), o incluso de las aproximaciones de cineasta solidarios (desde Eisenstein y su ¡Que viva México! hasta Mikhail Kalatozov y su Soy Cuba).

Para la altísima conciencia ideológica de los cines nacionales (cuya esencia es dar cuenta de idiosincrasias culturales, de marcas antropológicas, de la autoconciencia histórica de una comunidad que a través de esa forma de imaginario contribuye a su necesario proceso de producción de identidades), servir de paisaje para la mirada ajena siempre ha supuesto un conflicto moral. El fenómeno de apertura al capital extranjero en la producción cultural ha sido visto a menudo como una rendición, como una mácula, debido a las mismas razones que explican la dependencia económica en los flujos globales de la riqueza.

Los modelos transnacionales del cine comercial de alto presupuesto evitan la especificidad problemática de lo nacional y privilegian los estereotipos. Ninguna demanda de carácter simbólico va a evitar lo esencial de la lógica de la franquicia: su mecánica iterativa, su lógica redundante, la obediencia a un modelo de marca comercial, que ofrece el placer del consumo de ingredientes esperados por el destinatario. Y que responde a un diseño estándar, globalizable, ajustado al consumo masivo.

En el caso de Fast and Furious, la iteración responde a una noción vinculada al exceso: más choques, más persecuciones, más vértigo, más sobresalto cinético y más “efecto wow”. Como también eluden la focalización ideológica: su lustre y cinetismo las hacen ideales para el censor inculto del cine cubano, vigilante ante cualquier guiño de impugnación del status quo vigente; menos atento a la fábula moral presuntamente desideologizada, cuyos protagonistas son autos y conductores suicidas que luchan por el bien.

En esa dirección, el guion de Fast and Furious debió resultar inocuo para sus lectores-evaluadores cubanos. Porque en el universo del blockbuster de la era del poscine, la regularidad indica, como señala la estudiosa norteamericana Kristin Thompson, que el relato fílmico sirve apenas como contenedor de los momentos de espectáculo mayúsculo, de sobrecarga efectista, de goce del cine ilusionista que ofrece un flujo emocional cada vez más intenso y que aspira a ser disfrutado acríticamente. Y que no tiene interés por el sistema político o el modelo democrático, ni por la figura del líder máximo. Porque es cine de paisajes. Y porque su verdadera función ideológica se ejerce en el entorno de las chequeras empresariales.

Se dice que Fast and Furious deja a la economía cubana una cifra que rondaría los 20 millones de dólares. Ello resumido en el pago por derechos de imagen al país, varios miles usados para poner a punto zonas vehiculares y áreas de locación, más salarios pagados a alrededor de mil cubanos empleados durante esas jornadas.

En apenas unos días, el país obtiene un ingreso bruto semejante al que brindarían varias caballerías de tabaco vueltabajero y miles de arrobas de caña (si nos es benigno el clima). He aquí un argumento incontestable para aceptar semejante transacción. Pero, ¿estamos preparados para acoger las implicaciones que supone el rodaje de un blockbuster de esta categoría en la ciudad? La experiencia presente sugiere que no.

Dentro del diseño de la producción de campo, Universal Pictures usó como contraparte la experiencia de Island Films, empresa de capital mexicano con años de experiencia coordinando servicios a la producción extranjera en Cuba. Como se trataba de un proyecto monumental, se hizo la contratación de alrededor de 250 asistentes de producción, salidos de un universo tan amplio como es el de los estudiantes del Instituto Superior de Arte, alumnos de la Universidad de La Habana y buena parte del cine joven cubano (entre ellos, varios realizadores laureados).

A este grupo correspondió, entre otras labores, el trabajo de contención de curiosos en sitios de rodaje, cierre de calles y repartición de agua. A menudo fueron usados además como figurantes o extras –sin compensación por ello. Su salario (30 CUC diarios) fue mucho menor que el de los choferes de producción (alrededor de 80) y el de los extras (unos 100).

El contrato que firmaron –pero del que no les fue entregada copia– subrayaba la demanda de confidencialidad, pero no incluía cláusula alguna referida a la seguridad física o a algún tipo de indemnización en caso de accidente. Ojo: FF8 no se trata de un filme de autor con dos intérpretes y muchos diálogos, sino de una historia de autos y motos como bólidos. Muchos de estos contratados llegaron al proyecto movidos, aparte de por la excepcional remuneración, por la natural curiosidad de aproximarse al rodaje de un proyecto de esta magnitud. Pero permanecieron en general aislados de los acontecimientos.

Luego, en este manejo turbio hubo toda clase de conflictos: almuerzos descompuestos o mal elaborados, demoras injustificadas en los pagos de los salarios convenidos, separación de los equipos de trabajo entre un puñado que tenía acceso a los profesionales estadounidenses y una mayoría segregada a una función secundaria. Estos profesionales empleados como mano de obra barata comenzaron a preguntarse a quién dirigirse, quién los defendía en una situación y contexto nuevos para su trabajo.

Algo semejante se había producido pocos meses antes. Según reportó AP, durante la grabación en La Habana del capítulo de la nueva temporada de la serie televisiva House of Lies titulado “No es fácil”, y que empleara a unos 120 cubanos, el retraso en el cronograma de producción durante la semana final hizo que el director, Matthew Carnahan, dijera a los cubanos que no podrían tomarse completa su hora de almuerzo porque resultaba imperioso ganar tiempo. Su asistente le comentó que ello no iba a funcionar: “Aquí no almuerzas así”. Dice la anécdota que los cubanos se tomaron todo el tiempo necesario y el trabajo culminó sin dificultades mayores.

Bob Yari, el director de Papa, largo dedicado a la figura de Ernest Hemingway y que fuera producido en Cuba, había comentado acerca de su propia experiencia de este género: “Tienen buenos equipos, pero ellos simplemente no están acostumbrados al ritmo de filmación de películas como se hace en Estados Unidos. En un país comunista, las personas en realidad no tienen prisa de hacer nada”.

Curiosamente, House of Lies trata de esta experiencia del capital mundializado. Su trama se enfoca en un grupo de consultores financieros inescrupulosos que buscan los mejores mercados y oportunidades para colocar el dinero de sus inversores, siempre buscando obtener rendimiento rápido y seguro. En el mencionado capítulo de la serie, el equipo persigue aprovechar el emergente mercado cubano.

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Carnahan contó a CNN: “Ellos simplemente van a venir, destruir, saquear, comer el fruto y hacer que les corra por sus rostros. Ese es el plan. Van a tomar Cuba y la extraerán despiadadamente. Y Cuba, por supuesto, no lo aceptará”. Bien mirado, parece una metáfora magnificada de esto que ya sucede. Que no merece mejor calificativo que el de situación colonial.

Arturo Arango lo comentaba con agudeza en un texto publicado en OnCuba. “Hollywood aspira convertir a Cuba en un gigantesco plató de bajo coste”, citaba refiriendo un artículo publicado en la revista de la industria Variety que hace referencia a las enormes posibilidades de negocio que Hollywood detecta en nuestro país. Entre las ventajas enumeradas se incluían la cercanía geográfica, las bellezas naturales, esa cualidad de museo de la memoria de algunos de sus entornos –congelados en los años 50–, su seguridad, el legado cultural en torno al cine y un personal calificado.

Abrirse a esta clase de intercambio sin antes proteger el sector interno es mucho peor que pecar de ingenuo. Esto, cuando hay tantas harramientas posibles. Arango menciona algunas: “Por ejemplo, si esas productoras que desembarcarán en la Isla estuvieran obligadas a pagar salarios mínimos decorosos a los artistas y técnicos cubanos. O si existieran comisiones fílmicas encargadas, incluso, de atraer esos rodajes, negociar los pagos por el uso de los espacios y, aún más, si esos ingresos, o una parte de ellos, se reinvirtieran en el audiovisual cubano”.

Agrego otras: regularizar legalmente las empresas independientes con una ley y reglamento para productoras (del cual existe un borrador adelantado en el Ministerio de Justicia hace bastante tiempo), que permita un proceso de licitación de esta clase de proyectos; crear un Fondo de Fomento para el Audiovisual, a donde se dirijan los recursos con destino a la reinversión; generar mecanismos de protección legal de los recursos humanos involucrados y diseñar formas de supervisión que lleguen más lejos y profundo que leer los guiones y aprobarlos cuando no son lesivos a la imagen de Cuba.

El presidente del ICAIC, Roberto Smith, declaró en una entrevista reciente que “Aunque todavía no tenemos las cifras definitivas, las utilidades del rodaje de Rápido y Furioso 8 para el ICAIC se utilizarán, como ocurre con todos los ingresos de los servicios a la producción, en el sistema de la cultura y en el cine nacional, tanto para la producción de nuestras películas, como para el fortalecimiento de la capacidad industrial del cine cubano. Es una aspiración, por ejemplo, que el país complete las costosas tecnologías necesarias para el cine digital, sobre todo para la posfilmación, proceso de creciente complejidad”.

Pero, ¿no sería de semejante utilidad lanzar una discusión en torno a esta nueva situación colonial? Un debate en el cual participen las películas cubanas, no como trofeos del entusiasmo nacionalista que confunde lo cubano con las palmas, sino por su necesaria dosis de autoconciencia y radicalidad, capaz de burlar cualquier encantamiento con la cultura de las celebrities y con el oportunismo obediente del sujeto subdesarrollado que oficia su subalternidad porque le conviene.

El primer blockbuster de Hollywood rodado en Cuba nos pone ante la verdad definitiva del proyecto sociopolítico local encarado al escenario de las relaciones globales de dependencia, ahora en una situación de normalización creciente, de diálogo entre “semejantes” en el concierto global de las naciones. Un escenario donde, finalmente, la retórica discursiva es lo de menos y se hace evidente el verdadero sentido de lo ideológico en su relación con la economía. Quiero decir: que no hay cosa más ideológica que el dinero, como bien sabía Marx.

Por ello, si queremos sostener nuestra singularidad, deberíamos aspirar a producir un cine sustancial, de vanguardia, que sitúe al espectador en una posición incómoda, que proponga relatos complejos y abarcadores sobre las zonas más recónditas de la condición humana y que consiga producirlas a bajo presupuesto. Un cine capaz de fomentar una esfera pública donde se reitere con buenos argumentos que Fast and Furious es cine pueril. Y que la dignidad humana está primero que todo lo demás.

Foto: David Gharten
Foto: David Gharten
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