La niebla de la guerra

"Días de diciembre", de Carla Valdés.

"Días de diciembre", de Carla Valdés.

¿Cómo evocar una guerra? Una guerra en la que no se tomó parte, pero que está ahí, latente, incluso porque se habla demasiado poco de ella, o porque solo es evocada cuando toca celebrar una efemérides y bajo tono triunfalista. Pero, ¿qué hay de la pequeña historia, de la confesión, del testimonio personal?

La guerra de Angola tuvo sus encarnaciones épicas y celebratorias en películas como Caravana, y más recientemente en Kangamba o Sumbe, como también su telenovela melodramática en la serie televisiva Algo más que soñar (1984). La ficción bélica ha ofrecido siempre una perspectiva monumental de la Historia, la idea de algo generoso y noble, al mismo tiempo que entrañable. En general, fue la literatura quien se ocupó de cuestionarse la guerra como algo que casi siempre deja secuelas duraderas, incluso en los vencedores. La guerra como evento traumático fue el asunto de algunos relatos de la “generación de los novísimos”, y de una novela memorable como Cañón de retrocarga, de Alejandro Álvarez Bernal.

Pero resulta que Angola como documento, como asunto que no tiene de colosal más que el aspecto exterior que interesa al poder, resurge en un par de piezas documentales recientes. Ambas dirigidas por mujeres. Ambas, ocupadas en preguntar a los participantes en el evento del pasado cómo lo ven con la distancia del tiempo. No importa ahora la visión monumentaria, sino lo íntimo del acontecimiento. Y sus secuelas manifiestas en el presente.

En Días de diciembre (2016) su directora, Carla Valdés, se desplaza por varias estaciones de la Historia con una timidez que le garantiza escuchar, más que interrogar o descubrir algo inédito. Principia en la monumentaria: fragmentos de pietaje de archivo que se remontan a 1991, cuando la denominada Operación Tributo trajo al país los restos de los más de 2 mil cubanos caídos en la guerra africana. Conecta ese episodio con 2015, mientras en un día nublado en la Necrópolis de Colón habanera, familiares y autoridades celebran una ceremonia de recordación.

2016-Días de Diciembre

Este mediometraje trabaja sobre los pliegues memoriales en varias direcciones. Primero, por la voz en off que oficia de narrador; una voz natural, por momentos defectuosa y como sin brillo, no la voz perfecta y entrenada de un locutor: recurso este que dota de naturalidad al tiempo que de ruido, de poca claridad, a los parlamentos. Esa voz aclara que en su familia hay recuerdos de gente que estuvo en Angola, “pero esos recuerdos no son míos”. Es una voz autobiográfica.

Luego está la elección de los personajes. El primer acto de Días de diciembre tiene a una familia de mujeres ancianas, cuya madre nonagenaria perdió en Angola a sus dos hijos varones, por centro. Casi sin memoria, la visión marchita, la mujer manosea las fotos en blanco y negro mientras sus hijas tratan de enlazarlas a un recuerdo brumoso.  Hay cartas que se leen, anécdotas que se cuentan. La cámara está como sin estar. Una mujer cuenta que fue el sacrificio del héroe de ficción al final de Algo más que soñar la inspiración de su hermano para irse a la lejana guerra: “Yo quisiera ser un mártir igual que ese…”, confiesa que dijo. “Para nosotros sigue vivo”, apunta, desde la casa familiar en Lawton.

El repaso de los documentos pasa ahora al reino de los muertos. Y de lo monumental, manifiesto en el país de las imágenes. El montaje elige un segmento grabado en el archivo fotográfico de la revista Verde Olivo. Las páginas de prensa y las fotografías originales son manipuladas por manos enguantadas, acariciadas por mujeres de batas blancas, que susurran casi para explicar cómo se clasifican los documentos históricos. “Patrimonio no es solo los museos, la documentación original también es parte del patrimonio”, escuchamos. “No es lo mismo una carta firmada por Fidel que una imagen”.

El segundo acto de Días de diciembre se ambienta en la Sierra Maestra. Varias cajas con fotos, documentos diversos, libros, carnets y un anciano que los acarrea. Dice: “Nosotros podemos decir que la historia contada es cuento, pero si tú tienes una constancia de lo que es la historia (…). Pero no hay mejor historia que aquella que ha sido vivida por la propia persona (…). Una cosa es la vivencia y otra es los libros, ¿estamos de acuerdo? Porque el papel aguanta todo lo que le pongan.”

Quien así habla es un historiador de la Sierra. De un perchero cuelga una camisa militar con medallas. Su hijo estuvo en Angola, muestra fotos suyas y refiere su experiencia. La madre complementa: “No vino muy bien, vino medio distraído, nervioso (…) dormía fuera de la casa”. Pero el padre tercia: “Si él venía hecho cenizas de allá, en una cajita, bienvenido, porque creo que era el mejor regalo que yo le podía hacer por mis convicciones a la patria.”

Más adelante, este mismo personaje, sin la presencia de los padres, muestra su chapilla de soldado. “La gente no siempre cuenta todo de la historia –dice. Hay una parte oculta (…) Hay algunos que sí la cuentan como la vivieron (…) por lo menos yo, por razones de principios, por razones de ética, yo digo lo que puedo decir, hasta cierto punto…” Entonces hace un silencio largo, la mirada perdida en el vacío.

El tercer acto principia con un collage de imágenes de archivo: un discurso de Fidel, el campo de batalla en Angola, acontecimientos capitales de los 70 y 80 (el vuelo de Arnaldo Tamayo al cosmos; el primer congreso del Partido Comunista; el festival de la juventud y los estudiantes…). Fragmentos del documental Corresponsales de guerra, de Belkis Vega, introducen al tercer personaje de Días de diciembre: un joven foto-reportero que narra la muerte de un colega.

A más de treinta años, la casa de este hombre apila cajas, nailons, pergaminos, libros. Sus dedos luchan con un estuche de plástico donde reposa una medalla. Una voz fuera de cuadro pregunta qué significan para él ahora. “Si te digo que ahora mismo estas medallas tienen un valor para mi desde el punto de vista emocional te diría que no es verdad”, responde. “En estos momentos para mí es un recuerdo (…) que tengo de un trabajo que yo hice (…) en una época (…) y ahí están; esto indudablemente forma parte de mi vida (…) Las conservo porque son mías y porque me las gané (…) porque la otra parte la llevo encima.”

Este hombre vive en Guanabacoa. Cojea, usa un bastón con empuñadura de metal cuando sale a la calle bajo la lluvia. El pavimento es un terraplén cenagoso. Cuando el equipo de grabación se dispone a seguirlo, una mujer que viene cubriéndose con un nailon los aborda: “¿Ustedes son de la televisión?” Y a seguidas: “En este documental tienen que poner…” que los vecinos y la delegada han hecho de todo en el gobierno para resolver el problema del río y nada se ha hecho.

El río: al final de la calle, un puentecillo endeble, bajo el cual cruzan aguas fangosas que aumentan con el chubasco. El fotoreportero, fiel a su instinto, toma instantáneas bajo la lluvia: “La imagen, aunque no tenga la calidad que corresponde, si te está diciendo algo (…) esa imagen tú tienes que utilizarla”.

Días de diciembre ilumina una verdad que ciega: hay un enorme conflicto entre la percepción de la experiencia histórica y de la realidad concreta. Observar la Historia desde el brillo severo de lo monumental, desde la apreciación abstracta de la larga duración, pierde de vista que cada gran suceso tuvo víctimas, dejó heridas por curar. Y aquí tenemos una paradoja: gente que fue capaz de cambiar la Historia de África, ha fracasado en evitar la inundación de un barrio periférico. Agrega el fororeportero: “No se puede vivir de la historia (…) es que la historia no terminó, la historia continúa…”

Esta cuestión de temporalidades resurge en La finca del miedo, un corto que hace parte del ejercicio de documental “One to one” que ejecutan los estudiantes de la Cátedra de Documental de la EICTV. Lara Sousa, de origen mozambiqueño, para quien la guerra en África forma parte de la historia de su país y de su propia familia, interroga allí a un veterano, Alberto Santana. Un hombre delgado, de hablar pausado, que vive en un sitio montañoso de la Sierra Maestra, en una casa enorme. El diálogo principia mientras la luz diurna parece agrisada por una cercana tormenta.

Santana fue a Angola con 16 años, apenas terminado el noveno grado. Allí se transformó en francotirador para misiones difíciles. En una de ellas, tuvo que ir a un sitio al que los combatientes de experiencia denominaban con aprensión, “La finca del miedo”. “Es un deber que te mandan a cumplir y tú tienes que cumplirlo”, dice el hombre.

– ¿Hay algo de lo que pasó allá que tú quieres olvidar? –pregunta Lara.

– No, ya el pasado pasó (…) Queda el recuerdo. Ese no lo voy a olvidar nunca: ni el pasado ni el recuerdo.

Resulta extraño que Santana se refiera siempre a su experiencia en tiempo presente. Parece que no hablara del pasado. Y cuenta con detalle algunos momentos espinosos de las acciones combativas.

– ¿Y tú tienes pesadillas con esas emboscadas?

– No. Si no duermes qué pesadillas vas a tener…

Un breve plano detalle muestra el área del suelo debajo de la cama: un machetín descansa sobre el frío piso de cemento. La tarde ha oscurecido y ahora es plomiza. El rumor de Radio Reloj es sustituido por un espeso aguacero. Las imágenes son ahora árboles grices, maleza, un pelo de alambre de púas por cuyo cuerpo se descuelgan las gotas de lluvia.

Evocar el pasado es siempre, más que un acto de añoranza o invocación, una reflexión sobre el presente. La producción del pasado, la producción de la Historia misma, supone poner en evidencia cómo se interpreta, desde dónde se examina y juzga. Estas piezas documentales elaboran sus ángulos de meditación haciendo patente la necesidad de dejar decir al otro y de interrogar el documento de una época concreta, mientras en la inmanencia expresan la incapacidad para sentir algún estremecimiento solemne.

SPOT  La Emboscada

Tanto Días de diciembre como La finca del miedo me hicieron acordarme de La emboscada (Alejandro Gil, 2015), un largo de ficción. Hay allí una escena donde uno de los personajes  sobrevivientes a la emboscada en Angola –suceso que cubre la mayor parte del relato de la película–, quien ha roto con su familia y vive alcoholizado y solitario, recibe la visita del hijo emigrado. Este hombre apenas se ocupó del niño, después que sobreviniera el divorcio de la madre; no hay empatía entre ellos. Pero el muchacho viene a hacerle una confesión: en Estados Unidos se la vio difícil y optó por enrolarse en la operación “Libertad Iraquí”. Cumplida la misión, le dieron una medalla. Se la entrega a su padre, quien alguna vez le obsequiara el trozo de calamina que le colgaron al pecho tras su regreso de África. Confiesa el hijo: “Al final siempre nos joden…”.

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