Las cosas buenas que hacen “los malos”

Foto: Andy Ruiz.

Foto: Andy Ruiz.

Era Primero de Mayo. La televisión cerraba la transmisión del desfile en la Plaza, finalizando así un programa de más de tres horas en vivo y directo, cargado de discursos políticos, consignas e himnos, incluyendo el tema que enciende la conciencia de clase proletaria: La Internacional.

Los presentadores despidieron la emisión y devolvieron la señal al canal, que puso su identificador; a seguidas, dio inicio una película estadounidense donde dos adolescentes díscolas sufren un intercambio de personalidad que las obliga a padecer toda clase de percances, hasta terminar reconociendo que la familia y la obediencia son el centro de los valores de cualquier sociedad sana. Entonces, se curan en salud. Una película de Disney.

Volví a acordarme de esta anécdota cuando leí a un académico coreano describir la honda sensación de culpa que lo embargó a través de su infancia. En la escuela, las clases de historia patria insistían en el funesto papel del imperialismo japonés en la evolución del Estado y la cultura locales. Mas, al terminar las clases y regresar a casa, este niño coreano disfrutaba arrobado de los placeres únicos que le proporcionaban los animados nipones.

De la misma forma, como cubano uno siente que algo chirría cuando vuelan al viento los lemas antimperialistas y las demandas encendidas contra la explotación y el orden económico corporativo global, seguido por la manifestación de esas mismas desigualdades en el espejo manso y divertido de una película, una serie o un programa de televisión determinado. En Cuba, esa contradicción ha estado en la televisión del periodo socialista desde el principio. Ha sido una cuestión persistente dentro de las culturas del socialismo y provocado toda suerte de debates intelectuales.

Pese a la voluntad de borrar la producción cultural del mundo capitalista, de reprimir y castigar a sus seguidores, todo ha sido en vano. La propaganda ideológica apenas ha sabido cómo lidiar con los placeres “envenenados” del consumo cultural. Precisamente a mediados de la década de 1980, cuando los medios cubanos condenaban la “Rambomanía” y denunciaban el anticomunismo de las películas de Silvester Stallone, los adolescentes nos desvivíamos por el fisiculturismo y la ropa de camuflaje. Algunos eran militantes comunistas; otros no veíamos contradicción real en querer ser como el Che y celebrar sesiones clandestinas de videos prohibidos.

Decía Benjamin en 1921: “Si la tarea de la inteligencia revolucionaria es doble: derribar el predominio intelectual de la burguesía y ganar contacto con las masas proletarias, en cuanto a la segunda parte de esa tarea ha fracasado por completo, puesto que no resulta ya posible hacerse con ella contemplativamente.” Esa contradicción del cuerpo ilustrado nacional se manifiesta cristalina durante las fechas patrias y las circunstancias luctuosas: el espectro radioeléctrico rebosa de trova, canciones de gesta, películas sobre la historia nacional (casi siempre las mismas) y los largos de Elpidio Valdés. Al día siguiente, volvemos a la realidad.

Resulta esquizoide y al propio tiempo natural que así sea. Que seamos los de izquierda tipos con una patria de aire. Que reconozcamos ser minoría en un mundo de valores de competencia y consumo, donde el capitalismo tiene la hegemonía cultural y el control de las formas de reproducción económicas. Donde no hay cómo sustraerse al atractivo chillón de las princesas Disney y de la expectativa por la sexta temporada de Game of Thrones. Hay que echar mano al choteo nacional: “¡Qué buenas son las cosas que hacen los malos!” Porque lo peor del caso es que resulta imposible triunfar en el terreno de la industria cultural global actual sin deponer la singularidad.

En el ámbito del cine, en Cuba tenemos una obsesión clínica que responde a aquella no menos ingenua que propone la dicotomía entre entretenimiento sano y otro banal: ponemos películas de Hollywood (no importa si producidas fuera de las majors estadounidenses: me refiero a un formato global de creación) para exhibir las enormes desigualdades del capitalismo. Hace años, me invitaron a un programa especializado en tales aproximaciones sumarias al tema de un filme. El asunto a discutir era la crisis de la adolescencia; el filme, una teen movie conservadora. Me atreví a sugerir que usaran Madagascar, de Fernando Pérez, para que pudieran ser algo más concretos y de paso exhibieran un filme decoroso. El presentador levantó las cejas incrédulo.

(El empleo del concepto mismo de “consumo cultural” en Cuba cumple con parecidos propósitos funcionales: dibuja un consumo bueno y uno perverso y presupone al consumidor como el costado lábil y dependiente dentro de la ecuación.)

Esta tendencia promueve una ingenuidad preocupante hacia el examen complejo del producto cultural. Se ignoran las condiciones de producción y circulación de cada pieza, se obvia la enorme capacidad de la hegemonía cultural capitalista para, desde la autocrítica más dura, reforzar sus valores y su legitimidad, y estimular la percepción del mundo que más conviene a la ideología dominante. Figuras políticas cubanas han llegado a celebrar los valores de documentales sobre el cambio climático en cuyos créditos finales aparece una larga lista de corporaciones, incluyendo a British Petroleum y Nestlé, entre los contribuyentes financieros a la producción.

La ansiedad por generar un espectáculo televisivo atrayente pero de marcas nacionales, como se ve hoy en programas como Sonando y Bailando en Cuba, entre otros que parecen reasentar el talent show en la televisión nacional, lucen como el reclamo por cierta especificidad local dentro de un entorno cada vez más cosmopolita (sobre todo tratándose de formatos que ambicionan comercializarse, y en cuya factura interviene RTV Comercial, entidad con cierto compromiso de innovación formal y menos vinculada a la producción televisiva tradicional de los canales cubanos).

La demanda de especificidad de ambos programas reside en el rescate de géneros musicales y danzarios autóctonos en una situación global de disolución de marcas nacionales. Lo paradójico es que ello se ocurra a través de un formato televisivo de participación derivativo de los especímenes más exitosos a nivel global de la última década (Got Talent, The Voice y The Voice Kids). Vista como un efecto de El Paquete, esta tendencia es en realidad una consecuencia de la globalización.

Ser ciudadano, advierte Néstor García Canclini, depende hoy menos de un estatus legal reconocido por el Estado y sus instituciones, que de prácticas sociales y culturales que otorgan sentido a ese pertenecer y dotan de diferencia a sus poseedores. Los talent show cubanos apuntan a subrayar una noción de ciudadanía cultural. También Canclini advierte que, mientras más jóvenes son los habitantes, menos sus identidades tienden a organizarse alrededor de símbolos histórico-territoriales, “los de la memoria patria”, y más alrededor de los símbolos mediáticos de Hollywood, Marvel, Lacoste y Adidas. Los padres no lo entendemos, pero ello opera como lengua franca, como modo de entenderse a partir de elementos comunes. Cuando la última sesión parlamentaria cubana se plantea entre su orden del día una discusión de la programación televisiva para niños y jóvenes, ¿toma tales factores en cuenta?

La homogeneización del consumo cultural global alrededor del producto de las grandes industrias culturales pone en jaque a las culturas locales. A ello, en vez de una práctica de comunicación de vanguardia (que alguna vez empezaba a estar en la televisión nacional: a fines de la década de 1980), se responde con el paliativo nacionalista-arqueológico del folclor. Con ello, se evita imaginar un programa de sociedad futura y se impone un pasado esencializado y sin contradicciones. Subrayar la autoctonía supone un festival de danzón y una orquesta de jóvenes denominada Faílde, o usar estructuras narrativas globales como envoltorios de contenidos nacionales.

Lo curioso es que en América Latina ha habido proyectos culturales alternativos exitosos, como el programa Filosofía para todos, entre muchos del Canal Encuentro argentino, y la señal para niños Paka Paka. En Cuba, no obstante, seguimos a la saga en la invención de formas televisivas que den cauce a la autenticidad cultural. Vuelvo al complejo de contradicción que mencioné al inicio: es impensable llevar un pulóver del Che Guevara en un acto de campaña del Partido Republicano, al igual que no cabe una gorra de la US Navy en un Primero de Mayo.

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