Cines Zombis

Recuerdo las malas cintas de mi infancia. Algunos cines del Municipio Playa: el Metropolitan, el Ambassador, el Miramar. El cine como pasatiempo. El cine como transgresión. Ir al cine como quien va a un burdel porque, ahora que lo pienso, en la Cuba de los años noventa, el cine era una forma sublimada de tener sexo.

De niño iba al cine los sábados y los domingos, en la noche y la matinée respectivamente: pasaban películas extrañas en el Metropolitan, una programación urdida quizás en la mente de un administrador psicópata. Vi películas épicas ahí: Mazinger Z, de Gō Nagai; casi todas las de Bruce Lee filmadas entre 1971 y 1973 (Puños de furia, El regreso del dragón, etc.); películas virósicas como Yaltus y Voltus V; filmes donde Jean-Claude Van Damme se supera a sí mismo respecto a su propia violencia (Kickboxer). En el Metropolitan vi todos los Tiburón. Vi a Pedrito Fernández en La niña de los hoyitos —que no era, como su nombre parecía indicar, una película pornográfica—. Vi cintas latinoamericanas demasiado convencidas de su propia genialidad (El lado oscuro del corazón). Vi películas que no debería haber visto: Videodrome, de Cronenberg, a los once o doce años. Recuerdo la escena en la que James Wood, alucinando, se saca del estómago —al cual se le ha abierto una herida que parece una vagina dentada— una pistola. Todavía me perturba Videodrome, la he vuelto a ver y me pregunto cómo pude salir ileso de algo como esto: “La batalla por la mente […] se librará en la arena del video. El videodrome. La pantalla de TV es la retina del ojo de la mente. […] la pantalla de TV es parte de la estructura cerebral. Lo que aparezca en la pantalla de televisión emergerá como una experiencia nueva para quien lo vea. […] la televisión es la realidad y la realidad es menos que la televisión […] Tu realidad ya es en parte una alucinación de video. Si no tienes cuidado se convertirá en una alucinación total. Tendrás que aprender a vivir en un mundo nuevo y extraño.”

Y mientras escribo todo esto pienso que Cuba también ha sido eso: una alucinación total. La película de nuestro país se puede narrar como una sesión de hipnosis. Los nacidos en la década del ochenta saben de lo que hablo: todos tenemos la misma memoria visual. Ejemplo perturbador: la mayoría de nosotros ha visto más de diez veces Alien o Tiburón. Es un dato monstruoso. Generaciones enteras de cubanos no dejan de mirar las mismas cintas. Zombis vivos. Algo que me recuerda, no sé por qué, aquella escena de Siete días en La Habana en la que Elia Suleiman, el director de cine palestino, se interpreta a sí mismo en su viaje a La Habana para entrevistar a Fidel Castro, pero solo lo encuentra —como un poder catódico—en la pantalla del televisor.

Era un cine raro, el Metropolitan. Un cine mutante. Para el escritor cubano Enrique del Risco (Enrisco) fue “un oasis exquisito de aire acondicionado en medio del achicharramiento tropical”. Yo, en cambio, recuerdo el calor. Imposible no comparar los escenarios, imposible no pensar en imágenes contrapuestas. En el esplendor y la ruina. El Metropolitan de Enrisco fue una película que se me escapó, que no alcancé a ver. Un cine amniótico, en una suerte de realidad paralela, lejana. La conjuración de un universo imposible. Porque el Metropolitan hoy es uno más de los cines zombis que endemonian el municipio Playa.

Últimas imágenes: recuerdo que en un Festival de Cine se vio invadido por una plaga de murciélagos que parecían recién salidos de una novela de Stephen King. Que la marquesina daba la impresión de estar en eterna reparación. Los títulos de las películas eran casi anagramas: una vez pasaron “Entreista con el ampiro”, así, sin las uves. Que el baño era el de Trainspotting. Casi ningún interruptor funcionaba: los focos debían encenderse conectando cables pelados. Que la silla de la que vendía las entradas era estilo Frankenstein Tardío. Que tiraban preservativos con agua desde el segundo piso. Que la acomodadora parecía atrapada en una película de los hermanos Marx. Que las butacas manchaban. Que siempre había alguien besando a alguien, masturbando a alguien, llorando por alguien, alguien con los pantalones abajo. Que la oscuridad y el amoniaco del baño eran un narcótico muy poderoso. Que el sonido era horrible: la Organización Mundial de la Salud (OMS) establece que los niveles de ruido no deben de exceder los 55 decibeles (dB) durante el día y 45 dB durante la noche, por lo visto la OMS no tenía idea de un lugar llamado Metropolitan. Yo, que de niño tuve temperamento de gallina, temblaba con la cara y los gritos de Jack Nicholson en El resplandor. Y lo mejor: que a las pocas horas salías y te encontrabas con el hecho de que el mundo, tal y como lo conocías, se había acabado.

Pero ¿qué ha sucedido con todos estos cines del municipio Playa?

El Metropolitan: una ruina, el escenario de lunetas rotas y ratones que brillan en la oscuridad.

El Ambassador: un edificio anónimo, una ruina que posee una modalidad infinita de soledad.

El Arenal: una ruina convertida en ruina.

El Cosmos: una ruina convertida en sucursal de la Sociedad Culinaria de Cuba.

El Avenida: reducido a ser un payaso más en el carnaval de las bestias de la farándula local, a la altura de espectáculos impresentables con el siguiente eslogan: “Móntate en mi chivichana”.

Solo el Cine-Teatro Miramar no ha sido superado por la imbecilidad y la ruina; nadie hace noticia por el color de las uñas.

María Zambrano se equivocó al decir que las ruinas constituyen una tragedia sin autor, o cuyo autor es simplemente el tiempo. Ni que estuviéramos en un relato de Borges. Las ruinas son también casos no cerrados. Crímenes archivados. Accidentes en cámara lenta. Y los culpables andan sueltos. Tienen licencia.

Cine Ambassador 2

Cine Arenal 3

Cine Cosmos 4  Sala Avenida 5

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