Leer sin leer

En Second Thoughts on Paradigms, Thomas S. Kuhn confiesa que ya no lee sino apenas ojea notas al pie, referencias bibliográficas, índices onomásticos. Y desde ese lugar periférico, desde la vesícula de todo texto, está en condiciones de adivinar párrafo por párrafo qué dice centralmente un libro. Una confidencia que me sonó demasiado a estudiante de literatura buscando la introspección. Pero lo importante es lo que quiere decir en el fondo: se puede leer sin leer.

Dicen que los jurados leen así. Oteando. Para examinar, por ejemplo, los casi doscientos novelones del Premio Casa de las Américas –en una semana–, hay que encontrarles el mecanismo invisible, un fraseo sostenido por aquí y por allá, el formulario según el cual se enhebran las anécdotas, los paradigmas narrativos en cuya cárcel se mueven los autores. Los pectorales falsos. Eso porque todo concurso literario es un reality show, protagonizado por jurados que tienen que aprender a leer a mordiscos para satisfacer a un auditorio ávido de sangre y escritura.

No es broma. Hay tanto que leer y el tiempo es tan poco… que siempre estamos buscando motivos para dejar un libro a medias. “Una de las mejores razones que puede darme un escritor”, comenta Jonathan Franzen en Más afuera, “es utilizar la palabra ‘entonces’ como conjunción sin que le siga un sujeto”. (Ejemplo pertinente: Ella encendió un Camel Light, entonces dio una profunda calada.) “Si usas la fórmula coma-entonces (…) en las primeras páginas de un libro, no seguiré leyendo (…), porque ya me has dicho varias cosas importantes sobre ti como escritor, ninguna de ellas buena”.

Los jurados contemplan los originales más o menos como los chicos lumbersexuales ven a las nenas sin depilar: con una lógica sexual implacable. Como lector, de jurado, uno queda disculpado y se siente –guardando las distancias– como esas estrellas de rock que se van de gira y eligen fanáticas por el color de las uñas. Gente que tiene sexo rápido en un baño, hace el amor en la piscina, mancha con semen las sábanas de hotel. Leer en concursos se parece a eso; no hay que guardar ninguna compostura, salvo a la hora de escribir el Acta. Uno cambia de lecturas del mismo modo que cambia de pareja. Cero moral. Es un modelo –el de los concursos– que favorece la promiscuidad. El desliz lector.

Para todos aquellos que envían –año tras año– originales a los concursos literarios cubanos (también vale para nuestras editoriales), recomiendo el método de Héctor Libertella. El sangre azul de la literatura argentina –que, dicho sea de paso, era una especie de kamikaze de los certámenes de narrativa, un tipo que, como Roberto Bolaño, mandaba sus libros-misiles a todas partes–, para eximirse de responsabilidad por el fracaso, ponía una furtiva gota de pegamento entre dos páginas al azar, de modo que con los originales devueltos podía confirmar si los jurados habían “despegado” la trampa: si habían leído el libro completo. Aunque “leer” no sea la palabra más adecuada, en realidad trataba solo de comprobar si por lo menos lo habían hojeado. Aviso: el experimento es desolador.

Pienso en todo esto y me imagino la rutina de Pedro Juan Gutiérrez, hace casi dos décadas, sentado frente a la sede de la Editorial Oriente –que puso en práctica esa forma lateral de la censura editorial que es el silencio– en Santiago de Cuba: recorrer con el dedo una página señalada de Trilogía sucia de La Habana, por si aparece la gota escondida.

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