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Antonio José Ponte

Antonio José Ponte

La fiesta vigilada (Anagrama, 2007), de Antonio José Ponte, es nuestra versión unplugged de 1984. Su título lo dice todo: la lezamiana “fiesta innombrable” no es más que una cuarentena insular de 110.860 km² bajo la atenta vigilancia del Big Brother. Y no es para menos, este país puede ser verdaderamente inquietante. Como en aquel corto de Damián Saínz & Roger Herrera —donde, al subir la Luna, la inocente calle G. se convertía en un perturbador territorio nocturno— la fortunada isla de Cuba se transforma en Cuba-Tolkien. Subculturas, mutantes, licántropos y vampiros-instructores de arte, disidentes y zombis que hay que vigilar como en una especie de show de Truman, solo que aquí nadie se rebelará al final de la película.

Demasiadas y muy diferentes teorías hay sobre Antonio José Ponte. Algunas lo señalan como un hombre sin país, una suerte de Salman Rushdie insular, condenado por apostasía. Otras lo juzgan por la severidad de su crítica literaria; recordemos sus juicios sobre Gabriel García Márquez:

Cien años de soledad […] pasará a formar parte de la literatura para jóvenes o niños. Los Buendía quedarán emparentados con la familia Mumín. Macondo cobrará su decisiva forma de pisapapeles.

Sobre Abel Prieto:

Sus personajes […] tienen conflictos de patio de recreo: con más de 40 años, Miguel Luna siente pánico de que vayan a tocarle el culo, aunque sea accidentalmente. […] Viajes de Miguel Luna es una gulliverada fallida […], una novela de peluche.

Y sobre El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura:

¿Qué simpatía pudo despertar en las autoridades cubanas el asesino de Trotski para que terminaran facilitándole la vida, con chofer incluido, hasta su fallecimiento? ¿Qué complicidad con Moscú obligó al gobierno cubano a aceptar tal desecho radioactivo del estalinismo?

A nada de esto contesta Padura. Nada de esto se pregunta en su novela. Pese a su fama de buen cronista periodístico, olvida hacer la averiguación primordial. Pese a su fama de novelista policíaco, se despreocupa del enigma.

No faltan las que lo consideran un ruinólogo, el Prometeo de una generación que no ha leído a Marc Augé (El tiempo en ruinas) o a Christopher Woodward (In Ruins). Sin embargo, por más que su espectro siga asustando inmejorablemente y como si fuera la primera noche —quizás precisamente por eso—, Ponte no suele figurar en ningún canon literario cubano. La cosa está clara, la cosa es así y algunos investigadores del Instituto de Literatura y Lingüística —esa especie inteligente que vive preocupada por cuestiones como la caligrafía de Juan Marinello, el conteo de esperma de Carpentier, los Victoria`s Secrets de Julián del Casal, la inocencia o culpabilidad gramatical de Osmany García en la “Oda al Chupi Chupi”— se las han arreglado en los últimos años para ignorar sus libros y hacer eso que ni el organismo más descerebrado pensaría en hacer: no incluirlo en un Diccionario de Autores Cubanos que contiene, incluso, a Guillermo Rodríguez Rivera. Pero no se le pueden pedir peras al olmo seco.

La carrera literaria de Ponte contradice todos los mandamientos con que el sentido común reconoce una “buena” evolución artística. De Contrabando de sombras a La fiesta vigilada, su escritura no se pule, no se depura, no se esencializa: más bien se adensa, inflama, se “pontifica”. No comulga con la prosa de souvenir de la literatura cubana contemporánea, que, desde mi punto de vista, cada día se va pareciendo más a una galería de cuadros costumbristas. Para decirlo de otro modo: la nueva literatura nacional padece una verdadera plaga de balseros, prostitutas (nombre científico: jineteras) y Otelos que apetecen la sangre de las y los turistas, que es notablemente fría.

Se me acaba el espacio. Veamos. Una sociedad vigilada. Pero —advertencia— no es el típico producto estilo La República, de Platón. Esto es hardcore: un ménage à trois entre Orwell, Huxley y H. G. Wells. Todo narrado, claro, con una prosa inflamatoria, pesadillesca: “Me gustaría contar cómo volvió la fiesta a La Habana a inicio de la década de los noventa. Contar cómo fue clausurada treinta años antes. Lo cual significa hurgar dentro de una caja negra, examinar las grabaciones del desastre”. De este Big Bang surge La fiesta vigilada. No sé si Ponte vio El arca rusa, la película de Sokurov, pero las coincidencias son indiscutibles. La película del ruso empieza con un cuadro negro y una voz en off: “Abrí los ojos y no sabía dónde estaba, qué había pasado”. Como si alguien se despertara después de una catástrofe. La película, de algún modo, es el relato amnésico del que despierta. Y lo que recuerda es, verosímilmente, todo lo que sucedió antes. (No les voy a decir que en el caso de Sokurov, la catástrofe de la que habla el narrador al principio de la película es 1917. Aquello que Sokurov no puede directamente ver, que no puede registrar, es la revolución soviética.)

Tema para examen: ¿qué relación hay entre El arca rusa y La fiesta vigilada? Tienen cuarenta minutos y —por favor— nada de fraude. ¡No es una prueba de ingreso!

Me distraigo. Me desvío. La fiesta vigilada: pocos libros cubanos en los últimos años han despertado ese interés. En un contexto donde los intelectuales dedican sus noches a discutir asuntos como la doble moneda, la censura oficial, las jerarquías sociales, el funcionamiento de los aparatos ideológicos del Estado, etc., y a la mañana siguiente se despiertan para sentarse a escribir sobre la melancolía, la soledad, los vientos alisios, el terral y la dialéctica de la marea, Ponte es un elefante en la cristalería de las buenas consciencias cubanas. Como pocos, su libro estrella política y literatura: dos inmensos microorganismos que apenas se toleran mutuamente en la isla, a pesar de que la literatura cubana, de un tiempo a esta parte, parece una guía de turismo de la decadencia nacional, ilustrada y en cuatricromía.

En estas circunstancias, Ponte deja caer su “caja negra”. Y, como en la mayoría de sus libros, el abracadabra de la cuestión, las palabras claves son, una vez más, por supuesto, poder y censura. ¿Recuerdan su peculiar teoría de los ciclos en la Historia de Cuba? Tiene que ver con El Mégano y la decepción de Ernesto Guevara con el filme: “¡Y Batista se asustó tanto por esta película!”, comentó el Che, sorprendido ante la paranoia de la censura prerrevolucionaria. “Igualmente”, nos dice Ponte, “quién conozca la reacción oficial ante P.M. y se haga una copia del filme estará llamado a repetir la reacción del comandante Guevara”. Como si la Historia de Cuba fuera producto de la máquina de La invención de Morel, aquella novela de Adolfo Bioy Casares donde las cosas se repetían, literalmente.

Creo innecesario aclarar que el mismo desencanto me ocupa hoy al leer Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, y Fuera del juego, de Heberto Padilla. ¡Y la Unión de Escritores y Artistas de Cuba se asustó tanto por estos ejemplares! Sí. El 15 de noviembre de 1968, el danbrowniano Comité Director de la UNEAC publicó lo siguiente:

¿A quién o a quiénes sirven estos libros? ¿Sirven a nuestra revolución, calumniada en esa forma, herida a traición por tales medios? Evidentemente, no. […] esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya […].

Digno de Shakespeare. Una tragedia protagonizada por los escritores locales Antón “Voldemor” Arrufat y Heberto “Catch me If you can” Padilla.

Por esos días pasaban en los cines Memorias del subdesarrollo. Justo por esos días un tal Sergio Carmona, más conocido como Sergio Corrieri, monologaba: “Elena demostró ser totalmente inconsecuente, es pura alteración […]. No relaciona las cosas, esa es una de las señales del subdesarrollo, la incapacidad para relacionar las cosas, acumular experiencia y desarrollarse”.

En el libro de Ponte, ¿ustedes saben quién es Elena, verdad?

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