Cuando Michel Houellebecq publicó Sumisión (Anagrama, 2015) —semanas antes de cumplir 57 años—, ya sabía algunas cosas: que era el novelista francés más importante e influyente de su época; que los fundamentalistas islámicos pondrían precio a su cabeza; y que hay dos tipos de mujeres en el mundo: aquellas con las que te has acostado y las que integran esa cantidad de mujeres desproporcionada y cruel, pero reducible, con las que no lo has hecho.
Me cae bien Houellebecq. Me cae bien por su soberbia y porque no finge todo el tiempo estar aterrorizado por su propio éxito. Porque lee discursos inauditos —sobre las equivalencias entre el liberalismo económico y el liberalismo sexual, por ejemplo— en las conferencias de fans. Porque alguna vez escribió una novela, Plataforma, que transformó la clásica historia: “chico conoce a chica, son felices, planean un futuro juntos y luego chica muere”, en un tumor irreconocible. Porque apareció haciendo de sí mismo en El secuestro de Michel Houellebecq, una desternillante película de Guillaume Nicloux, donde se fuma, rigurosamente, un cigarro cada cuatro minutos en escena. Porque es amigo íntimo de Claude Vorilhón, el líder de los “Raelianos”, una extraña secta ovni que tiene entre sus demandas la exigencia a la ONU de una embajada para los extraterrestres en Israel. Y porque cada cierto tiempo releo algunas de sus entrevistas y descubro cosas como esta: “Lo que pasa es que en Occidente la palabra masculina ha desaparecido. Lo que los varones piensan, nadie más lo sabe. Una hipótesis horrible, pero verosímil, es que no han cambiado; solo han aceptado cerrar la boca. El varón occidental ya no habla; la mujer sí. La vida mental masculina ahora es algo desconocido”.
Acusado de islamofobia, racismo, nihilismo; de tener “problemas con las mujeres” y de escribir “libros para hombres” (“El amor en el hombre no es más que agradecimiento por el placer que se le ha dado”, leo en alguna página de Sumisión); lo cierto es que sus textos parecen incapaces de despertar indiferencia. Creo, al menos en principio, que ese debe ser el propósito de la literatura: conmocionar, sobrecoger y crear incomodidad en los lectores, y que Randall Jarrell tenía razón cuando decía que necesitamos estar seguros de que lo que escribimos ofende a la gente apropiada. (“Si tus contemporáneos nunca consideran que te equivocas, la posteridad nunca te dará la razón”, escribió Jarrell en 1951; “hasta cierto punto todo escritor tiene que ser, a veces, una ley para sí mismo”.) Eso es lo que hace Houellebecq. Tiene un talento natural para escoger sus enemigos. La más reciente: Ariane Chemin, una de las periodistas amamantadas por el diario francés Le Monde, totalmente incapaz de diferenciar la margarina de la mantequilla.
¿Debería incluir Michel Houellebecq más mujeres entre los narradores, o tal vez más mujeres latinoamericanas (aunque quizá le resulte imposible por no ser él mismo una mujer latinoamericana)? Quizá debería hacer que más hombres blancos fueran engañados por inteligentes lesbianas consejeras de Derechos Humanos, incluir más neurocirujanos homosexuales o más negros miembros del Tribunal Supremo. Y ya de paso, explicar ¿por qué tantas mujeres gordas creen que les sienta bien enseñar el ombligo? Para los que demandan estas majaderías sociocríticas, no hay más que decir: hay un Julio César González Pagés o una Rigoberta Menchú en cada esquina. Y ya sabemos que dependiendo del día y de la hora, Pingueros en La Habana o Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia se ofrecen como un cajón de sastre para todo el que quiera —feministas, ¿masculinistas?, teóricos culturales, lectores políticamente correctos— saque su propia tajada de la torta de la subalternidad. Guste o no, Houellebecq no le pide permiso a los evangelistas sociocríticos de la temporada para hacer lo suyo: narrar endemoniadamente bien y vender más libros que Salman Rushdie.
Un lector perspicaz podría detectar que el francés está siguiendo el ejemplo del Rushdie de Los versos satánicos. Puede ser. Los dos poseen similitudes en varios planos: ambos venden muchísimo, tienen escoltas personales y están amenazados de muerte. La razón es intolerablemente estúpida: jugaron —como quien dice: narraron— con el fuego de la fe musulmana. Solo que en Sumisión Houellebecq ejecuta a la perfección algunas de las “herejías” de Rushdie y agrega otras nuevas. La historia: en la Francia de 2022, un profesor universitario hastiado de la docencia y de su deprimente vida sexual, asiste medio atónito a la caída de la República a manos de un partido musulmán con un líder llamado Mohammed Ben Abbes. La Sorbona se vuelve una universidad islámica en la que los profesores conversos gozan de excelentes salarios y tienen derecho a la fantasía más antigua de todo claustro: la poligamia. Hay machismo básico, turbas enardecidas y tutoriales para diferenciar la cultura islámica de la occidental a través de la ropa interior femenina: “Vestidas de día con impenetrables burkas negros, las ricas saudíes se transformaban de noche en aves del paraíso, se emperifollaban con corpiños, sujetadores calados y tangas engalanados con puntillas multicolores y pedrería; exactamente a la inversa que las occidentales, elegantes y sensuales durante el día porque estaba en juego su estatus social y que se marchitaban de noche al volver a sus casas, abdicando agotadas de cualquier perspectiva de seducción, vistiéndose con ropa informal y holgada”. Moraleja: Victoria´s Secret no tiene nada que temer en un régimen islámico.
En manos de Ricardo Piglia, Sumisión sería un texto básico en la construcción de lo que podríamos llamar “teoría del complot”; un relato donde el Estado —la Hermandad Musulmana, en este caso— organiza una vasta maquinación para determinar la experiencia de vida de los sujetos a través del control de la demografía y la educación: “la subpoblación que cuenta con el mejor índice de reproducción y que logra transmitir sus valores triunfa; a sus ojos”, escribe Michel Houellebecq, “es así de fácil, la economía o incluso la geopolítica no son más que cortinas de humo: quien controla a los niños controla el futuro, punto final.”
En manos de Kim Jong-un, Sumisión sería un respiro, la primera novela —publicada este año— de esa larga secuencia de utopías terribles concebidas en Occidente —a la que pertenece 1984, de George Orwell— que no tiene como horizonte hermenéutico el mundo concentracionario del comunismo.
En manos de Elaine Showalter, Sumisión sería algo tan descabellado como un pene.
En mis manos, Sumisión cumple el sueño inconsciente de todo profesor universitario: convertir su aula en un harén.
No conozco elogio mayor.
Visitaré tu harém! Hay niñas lindas?
Qué asco.
muy buen articulo! un poco salido de tono (imitando a Houellebecq? :P) pero mucho mejor de lo que yo lo hubiera hecho en la vida 🙂 . Esta permitido Houellebecq en Cuba?
Bien, muy bien. Acaso no se dan cuenta que este magnífico artículo es una invitación a la lectura de “otras voces”. Lo agradezco.
Like 50 shades of Grey ¿? prolongaciones jugosas de lo sado & lo maso, con la masa…
Enhorabuena Gilbe. Nadie aqui escribe sobre Houellbecq. Incluso nuestros ensayistas de más prestigio -Pedro de Jesús, digamos- no conocen al crack francés, y eso que ralla en el top star occidental desde hace tiempo. Otro artículo pornoescritural, y otro palo pa la calle -siguiendo el estilo del fashaton cubano-. Gracias nuevamente Gilbe. Sumision, merece al menos un debate prolongado; Houellbecq, no una mesa de disecciones. Qué escritor!!!!!
Corrijo: Houellbecq es uno de los pocos escritores vivos en Occidente. Vivos de verdad. AAnton, Houellbecq destroza los codigos eticos de nuestras editoriales… Como no lo leas por via de una edicion prestada, o acaso digitalizado dudo mucho que lo consigas por aqui… Imagina a Arte y Literatura editando a Houellbecq!!! Si el censor atrapa semejante herejia, puede haber acusaciones del tipo: terrorismo cultural. Nuestros anaqueles parecen santuarios, monasterios… qué se yo. De no ser por algunos “criticos desviados” aqui viviriamos en el limbo dantesco.