Barça, Yankees, tatuajes

Foto: Roby Gallego

Foto: Roby Gallego

Algún día, si logro superar el miedo a los pinchazos, yo me voy a tatuar el escudo del Barça y el logo de los Yankees. Me gustaría tener uno en cada mano, por la parte dorsal, pequeñitos, entre los dedos índice y pulgar. En ese mismo sitio donde Silvio se dibujó la calavera.

Pero no sé si pueda. Toda la vida he sentido pavor por las agujas –bien lo sabe mi madre-, y si a veces me he negado a inyectarme cuando ha sido imperioso que lo haga, es bastante improbable que por puro capricho consienta el laboreo de la dichosa maquinita en mi pellejo.

Luego, soy un cobarde que no consigue realizar su sueño por culpa de una breve milicia de alfileres. El tiempo va pasando, presuroso, y yo sigo debiéndome –debiéndoles al Barça y a los Yankees- el pago de la deuda.

A los de Nueva York los aprendí a admirar de niño, ya lo he dicho. Mi abuelo –uno de mis héroes favoritos- me contaba las hazañas de Gehrig y de Ruth, de Mantle y DiMaggio, y relataba emocionado aquel passed ball de Mickey Owen que le dio a los Yankees la victoria sobre Brooklyn en la Serie Mundial del año 41.

Embelesado, lo escuchaba tratando de darles forma en mi cabeza a aquellos hombres que él idolatraba. Porque el viejo Dagoberto no tenía una foto que mostrarme, ni un video. Corrían tiempos distantes y distintos, en los que mencionar las Grandes Ligas era un sacrilegio. Incluso había una ley no escrita que prohibía su enaltecimiento. “Epur si muove”, parecía decirme el abuelo con sus deliciosas historias de big leaguers.

Por fortuna fui accediendo a revistas, periódicos, casetes, y los Yankees dejaron de ser una entelequia a rayas para el joven que luego de licenciarse en Periodismo –aprovechando la señal internacional en Juventud Rebelde– celebraría cada triunfo de Joe Torre con la generación dorada de los Jeter, Mariano, O’Neill, Posada, Tino, Bernie…

Yo vi a Jeter lanzarse en modo kamikaze contra las gradas de tercera tras un fly. Y recuerdo el jonrón de Aaron Boone versus Tim Wakefield, en el séptimo juego de una Serie de Campeonato contra Boston. Yo lloré un par de lágrimas la noche que aquel miserable, Luis González, le decidió un play off al gran Mariano. Vi las caídas de Alex y su resurgimiento. He vivido a los Yankees a lo largo de un cuarto de siglo, y sé que no necesitaban de los medios para fundar la mística de su camiseta.

Como tampoco el Barça, “més que un club”. Tuve la dicha de asistir a dos partidos en su campo, y la fiesta que armaban las tribunas era tan contagiosa, tan incesante y límpida, que me asombré. Lo confieso: por entonces suponía que allá en la culta Europa no podían desplegar semejantes jolgorios con un juego. Yo era, pues, el aldeano vanidoso de Martí –el que cree que el mundo es su aldea–, y el Camp Nou me sacó de ese letargo.

A mí la fe azulgrana me llegó mucho antes que a esta legión de fans derivados de la era Guardiola, con los automatismos Made in La Masia. El nacimiento de mi amor se remonta a los años noventa, y tal vez se lo debo a una publicación extinta (El Deporte en la URSS) que me dio las primeras noticias del Dream Team de Johan Cruyff.

Fue así que supe que en España un equipo imponía su ley con Romario, Koeman, Laudrup, Hagi, Stoitchkov, Bakero… Que en el esquema de su técnico, la victoria representaba un fin al que solo debía llegarse mediante la belleza. Un buen día, alguien puso en mis manos un VHS con el choque final de la Copa de Europa frente a la Sampdoria, y entendí que la revista decía la verdad.

Soy culé, y a estas alturas deberé serlo siempre. Antes que una plantilla de fútbol, el Barça me parece una filosofía valerosa que privilegia la espontaneidad por encima del libreto, y consigue el milagro de domeñar los egos en función de las ilusiones colectivas. Cada vez que Puyol –otro de mis héroes predilectos– levantaba una Copa, dentro de ella se alzaban Xavi, Iniesta, Messi…, Cataluña.

Definitivamente, alguna vez yo debería perderle el miedo a los pinchazos.

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