Dolores de popola

 

Cierta vez, por el tiempo en que mi niña Aitana aún era niña, experimenté un escalofrío cuando la vi bailar mientras cantaba aquellos versos enigmáticos: “Ayyy no me dé más na’ que me duele la popola, / ayyy dale por allá pa’ que descanse la popola”.

Fue la primera vez que sentí miedo de haber perdido el juego en la educación espiritual de mi hija mayor. En materia de música me había propuesto modelarla a mi imagen y semejanza –esto es, adicta a Lennon y Sabina-, y de pronto se me aparecía con el himno a la popola, palabra cuyo significado ella desconocía, obviamente.

Lo confieso: hasta ese momento no había reparado jamás en las implicaciones que podía tener el reguetón en lo que se me antoja llamar “la cosecha del alma”. Me sentía egoístamente inmune a sus efectos, lo ignoraba con olímpica destreza, sin advertir sus posibles consecuencias en mi entorno, la casa incluida.

Por entonces empecé a prestarle oídos a las letras. Ha sido una labor paciente, desempeñada tanto en fiestas como en carros de alquiler, y a la vuelta de algo más de diez años me declaro especialista en la poética de la única música en castellano capaz de competir con el mercado anglosajón desde la vieja época del mambo.

Hasta aquí, usted podría pensar que yo deploro el reguetón. Pero le cuento: eso fue antes. Adentrarme en sus aguas cambió mi percepción de cabo a rabo. Había llegado predispuesto, pero hoy puedo afirmar que contiene maravillas suficientes para avergonzar al Siglo de Oro español. Verdaderos modelos de versificación elegante y trascendente. Enseñanzas que revolucionan enseñanzas.

Basta del verso libre y facilista de Walt Whitman. La rima exige tenacidad y talento, justamente lo que sobra en las tórridas tierras de este ritmo. En un hit memorable, el maestro Nicky Jam canta: “Yo sé que acabo de conocerte / y es muy rápido pa tenerte / yo lo que quiero es complacerte”. Y a seguidas, remata: “Dime si conmigo quieres hacer travesuras / que se ha vuelto una locura / y tú estás bien dura”.

Pero fue Daddy Yankee –más sutil y elaborado- quien levantó el monumento más grande a la rima: “Ella prende las turbinas, / no discrimina, / no se pierde ni un party de marquesina, / se acicala hasta pa la esquina, / luce tan bien que hasta la sombra le combina, / asesina, me domina, / anda en carro, motoras y limosinas, / llena su tanque de adrenalina, / cuando escucha el reggaetón en la cocina”.

En fin, sufre, Gustavo Adolfo. La poesía ha sido el sustrato salvador del reguetón, de ahí que por más que se empecinen en echar un velo de sombras sobre él, siempre conserva el rostro intacto. Limpio. Lo acusan de denigrar a la mujer porque no entienden que lo de “maliciosa”, “diabla”, “puta” y “bandolera” es de cariño. Lo tildan de grosero porque son demasiado mojigatos para celebrar la franqueza de “me enamoré de tu culo, me vuelvo loco por tu culo, qué tú te harías sin tu culo”. Dicen que es superficial, pero Daddy Yankee les pone un tapabocas: “La calle te da lo que un libro no te enseña, / y un libro te enseña lo que la calle no te da”.

El reguetón es un asunto de virtuosos. Tipos de éxito y buen gusto que se llenan de cadenas y sortijas, medallas y pulseras. Muchachones –¿les suena esa palabra, muchachones?- que invitan a la delicadeza educativa del perreo. Gente creativa que, en su afán de enseñar anatomía al público más joven, concentra sus videos en nalgas frondosas y senos rimbombantes.

Así lo veo yo, a despecho de culturosos y elitistas. Critíquenme si quieren. Y para que encuentren más razones, ahí les dejo con toda alevosía la cuarteta inmejorable de uno de mis favoritos, John El Legendario: “Es que a ti te gusta / que te den por detrás, / yo tengo el taladro / que te va a penetrar”.

¿Bob Dylan? ¿Silvio? Bah…

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