El cine de mi casa

Escena de El Padrino

Escena de El Padrino

Ya nunca voy al cine. No me inquieta ese íntimo misterio de la sala, ni me excita la posibilidad de sentarme en la última fila para morder, oler, besar a una mujer. No recuerdo la última vez que escuché ese “sssssssssshhh” universal que significa un montón de anatemas contra la impertinencia de un vecino de butaca.
Eso pasa cuando te estás poniendo viejo. Por pereza, por apego a la casa, porque te aficionaste a andar en calzoncillos, empiezas a rehuir ciertas visitas. Tú mismo te preguntas, y tú mismo te das la respuesta que justifica la inacción. ¿El Latino? La pelota murió en este país. ¿El Coppelia? Siempre estafan con las bolas de helado. ¿El Malecón? Para los pescadores. ¿El cine? Tengo DVD.
Son pequeñas traiciones que nos vamos regalando, no sé con qué licencia. Porque si yo lo pienso bien; si yo hiciera memoria de las veces que mi abuelo me llevó a ver Voltus V, Sandokan y Mazinger en el Casino de San Antonio de los Baños; si yo tuviera en cuenta que la primera vez que toqué el contorno de un pezón sucedió en la penumbra de una sala donde tuve 24 erecciones por segundo; si yo fuera –en resumen- un tipo agradecido, me pasaría la vida metido en algún cine.
Pero no ocurre así. Hace unos veinte años que prefiero elegir y poner yo las películas que veo, da igual si en el televisor o en la pantalla de la computadora. Porque la pérdida en materia de extensión (la pantalla del cine es enorme como el mar en un rectángulo) se compensa con la ganancia en prestaciones (puedo ir al baño sin perderme una secuencia, dar rewind, subir el audio, ver en cámara lenta cierta escena)…
Eso es cuestión de gustos. Que a fin de cuentas los asesinos las prefieren rubias, y algunos son amantes de quemarse. Lo que nadie debiera atreverse a discutir es que el cine nos marca la existencia, hasta el punto de que acabamos siendo actores de un anónimo guion en el que a ratos nos vestimos de villanos; a ratos, de héroes.
Pura magia. De niño vi llorar a abuela Rosa –que no era de lágrima fácil- cuando ponían La Niña de los Hoyitos o La Vida Sigue Igual. Vi al tío Emilio emocionarse con Trapecio (y yo con él, porque siempre me encandilaron Burt Lancaster y Gina Lollobrigida). Oí a mi padre repitiendo una y otra vez el “top of the world” de James Cagney en el clásico White Heat. Admiré a Mario Rodríguez Alemán en Tanda del Domingo, y aprendí junto a Carlos Galiano en Historia del Cine. Me reí con Pierre Richard, fui aventurero con Belmondo, di las patadas circulares de Chuck Norris.
De tanto Betamax y VHS, tanto disco compacto y USB, hay momentos que quedaron eternizados en mis ojos –pretendo llevármelos sub terra, si el viejo Alzheimer quiere. Pasajes que taladraron en mi espíritu con el barreno inquebrantable de aquello que sacude por humano o castiga por poético, petrificando lo que encuentra.
¿Habrá algún cuadro más conmovedor que el de Brando sodomizando a María Schneider, mantequilla mediante, mientras ridiculiza a la familia como institución? ¿O episodio más duro que el de un padre (Roberto Benigni) enseñando a su hijo las “reglas del juego” en un campo de exterminio?
Tengo una larga relación de películas de culto. La mayoría de ellas las he visto por lo menos tres veces, y mañana no dudaría en hacerlo nuevamente. Por ejemplo, El Resplandor, La Naranja Mecánica, Los 400 Golpes, Nymphomaniac, Psicosis, Novecento, Chinatown… Por ejemplo, también, Sospechosos Habituales, Nueve Semanas y Media (Dios mío, ¿cómo hiciste a Kim Basinger?), Apocalypse Now, Mephisto, Lily Marleen, Amarcord, Tiempos Modernos…
El cine me ha moldeado. Menos que la literatura y que la música, pero me ha dado referentes a los que vuelvo siempre, fervoroso: Anita Ekberg y Marcello Mastroianni con su lección de amor en la Fontana de Trevi; Sonny Corleone recetando una paliza callejera a su cuñado; Emma y Adele, teniendo el mejor sexo homosexual posible en Blue Is The Warmest Color; un estudiante encaramándose a la silla (“Oh Captain, my Captain!”) para despedirse del profesor John Keating.
Amo a dos personajes por encima del resto: Hannibal y Charlot. Me gusta Kubrick más que Spielberg, y Bergman mucho más que Woody Allen. No soporto a Kurt Russell. Memorizo las muecas de De Niro (“U talking to me?”). Tengo predilección por los ambientes de Ridley Scott y la fotografía de los filmes europeos. Me enamoré una vez de Claudia Cardinale, y más tarde me sedujo Demi Moore, y después sucumbí ante los labios de Angelina. Supongo que por eso nunca he simpatizado con Brad Pitt.
Acta est fabula.

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