Elogio del invierno

 

Hay un poema hermoso de Luis García Montero. Yo no suelo leer contemporáneos, pero los andaluces siempre me conmueven: debe ser, me parece, porque aparentan ser fiesteros y en el fondo se les ve a resaca de todo lo vivido. Pero a lo que iba. Del poema en cuestión no recuerdo su nombre. Solo sé que es hermoso, y que cierra diciendo “como el cadáver blanco de los ríos, / como los minerales del invierno, / yo quiero ser diciembre”.

Admito que a mí también me gustaría serlo, aunque igual aceptaría de buen grado ser enero. Amo las noches largas; el cielo encapotado; las mujeres en botas, exhalando aquel humo delator y blanquecino. Adoro esa llovizna que da la sensación de que alguien descongela las neveras en el cielo. Pocas cosas me satisfacen más que un frente frío.

Por desgracia, cada vez tocan menos inviernos en un globo que ha optado –oh, Billy Wilder- por quemarse. Los termómetros se han disparado de tanta chimenea y automóvil, y ni siquiera los glaciares –desde su lejanía poderosa- escapan a la cursi tendencia a derretirse. A todas luces, después de que ardió Troya, empezó el resto del mundo…

Mis amigos conocen de sobra mi aversión por los veranos. El calor me derrumba, el sudor me exaspera. Soy, ya lo sé, esa clase de hombre que mientras envejece, comienza a renegar de ciertas aficiones juveniles. Por ejemplo, la playa. Que puedo regalársela al primero que la pida, siempre y cuando me deje echar una mirada en derredor para ponerme al tanto de lo último en materia de bikinis.

Hace tiempo, diciembre era perfecto. Inclusive noviembre lo era, y enero, y febrero. Las parejas se besaban en San Valentín con las manos en el abrigo ajeno, y aprovechaban para encimarse más y más el uno a la otra hasta acabar el uno dentro –literalmente, dentro- de la otra. Porque el frío, contrario al criterio de la mayoría, es un encarnizado promotor de batallas en la cama.

Por entonces, cuando diciembre era perfecto, yo tenía solamente un par de abrigos (esto es, uno más que el leopardo). Ninguno de los dos era gran cosa, pero sinceramente me bastaban para sentirme resguardado. Mi autoestima tocaba las nubes cada vez que salía a la calle y veía ateridos al fisiculturista de los bajos, a la tetona que me había rechazado, al carnicero zafio y bandolero… Los miraba por encima del hombro, y ellos se limitaban a mirarme con un cóctel de desprecio, envidia y esa expresión estupefacta del que se pregunta cada día quién carajo habrá inventado los inviernos.

A esta hora que escribo la columna, se me agolpan recuerdos mediados por el frío. Viene Mima, mi inolvidable Mima, envuelta en una colcha en el sillón, cubierta la cabeza y enguantadas las manos por apenas 18 grados Celsius. Viene Andorra y los juegos con la nieve. Vienen mis doce noches en Berlín, la mayoría de ellas en pullover. Viene la escuela al campo en Ovas, la celosía dejando entrar la noche y yo –esa vez sí que con temblores– tapándome con un colchón lleno de mugre. Vienen algunos besos. Vienen mi hermana y mis sobrinos, escalando la cuesta del colegio en medio de un vendaval helado.

Siempre digo, y no es chanza, que el aire acondicionado es un invento tan grandioso como los de la rueda, el arado y la imprenta. Que las temperaturas bajas conservan nuestro envoltorio natural, la carne. Que por algo en los dibujos del infierno solo aparecen fuego y agua hirviente, pero jamás un abanico, un pedazo de hielo, una cerveza…

Lástima, insisto, que los años se van llevando todo. Hasta el invierno. Miro atrás y el paisaje que veo es tan distinto: el carnicero abrió una Paladar; el fisiculturista se cansó de los gimnasios; la tetona que me rechazaba vive en Suecia. En cuanto a mí, tengo un montón de abrigos que no uso.

Salir de la versión móvil