Estar en Babia

Alguna vez, todos hemos estado en Babia. Inclusive los que no saben dónde diablos queda ese paraje, le han regalado una visita. Y los hay que son huéspedes ilustres del lugar.

Babia existe, mi amigo lector, y no es más que una comarca de la provincia española de León. Se cuenta que en la baja Edad Media, la caza de osos, corzos y jabalíes era abundante por allá, y los reyes escogieron el sitio como estación para el reposo, a fin de alejarse de las intrigas palaciegas y el sopor de la política.

Aquel era algo así como su Honolulu. Los monarcas la pasaban de maravillas lejos del mundanal ruido, y cuando la curiosidad de los súbditos los hacía preguntar por sus señores, recibían de los ministros una lacónica respuesta: “Están en Babia”.

De entonces a la fecha, irse a Babia es estar con la mente distante, ausente, enajenado. En su Florilegio de Refranes, el sacerdote José María Sbarbi y Osuna afirma que por Babia se entiende comúnmente “el país de los tontos. Por eso se dice que está en Babia el que se halla completamente distraído o alelado”.

Como lo definió hace mucho tiempo el lexicógrafo José María Iribarren, al final de cuentas Babia es un estado psicológico que se ubica entre el “dolce far niente” y el “no quiero saber nada”.

De eso se trata, pues. De estar comiendo lo que pica el camarada pollo.

París bien vale una misa

Casi nadie lo sabe, al parecer, pero esta frase que a menudo repetimos se le atribuye a uno de los gobernantes más honorables que dio Francia, Enrique IV.

Dicen que la pronunció cuando se dirigía a ser coronado en la capital del país galo, para lo cual había tenido que abjurar de su fe protestante y convertirse al catolicismo. Fue en ese momento que escupió lo que luego sería un dicho inmortal: “Paris vaut bien une messe”.

Puede que lo haya hecho de veras, o tal vez  solo sea uno de tantos casos donde la leyenda le encasqueta hazañas o expresiones a la persona equivocada. Pero lo cierto es que el modismo encierra a la perfección la idea del sacrificio que se hace a cambio de un beneficio mayor, y de la dejación de algunas convicciones en el camino de obtener ventajas materiales.

¿Habrá seguido siendo calvinista de corazón el viejo Enrique IV, y únicamente ‘se disfrazó’ de católico para llegar al trono? ¿O será que el afán de poder lo hizo renunciar de verdad a sus creencias? ¿Valdrá París una misa?

Puede ser. Sin embargo, lo primero que vale París –seguro estoy- es la visita.

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