Patris et Filii

Foto: otohyc.com

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“¿Y cuántos hijos tienes?”, preguntó el catalán. “Tengo dos. Una vive conmigo y la otra,en Miami”. “Vamos, hombre –bromeó–, tienes una y mitad”. “Para nada. Pensándolo bien a estas alturas ya son tres: Aitana, Dara y la nostalgia”.

Hubo un silencio hondo en ese instante. Recuerdo que aquel hombre se disculpó enseguida, algo dijo sobre “gilipolleces” y “copas de más”, y la noche siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Hectolitros de cerveza después -ebrio y gozoso, con un nudo en la lengua y una llave de paso en las ideas-, las dos niñas seguían titilando en mi cabeza. Tanto o menos que ahora.

Ciertamente, no he sido el mejor padre. Solo un padre que quiere y extraña. Un tipo que soñaba aquel sueño machista y hermoso de formar un equipo de pelota con sus hijos. Alguien a quien la vida –empeñada en llevarle la contraria– le parió un par de hembras.

La primera llegó a fines de siglo, por el tiempo en que aún yo aprendía los fundamentos de la madurez. En virtud de que siempre me gustaron los nombres cargados de “a”, quise ponerle Aitana, que es el del monte alicantino evocado por Alberti en sus memorias de emigrante. Como el monte de marras, la niña se fue en vicio…

A los diez años fue la más alta de su clase, varones incluidos. A los quince parecía una holandesa. Hoy por hoy anda cerca del metro con ochenta, pero en casa del herrero el cuchillo es de palo, de modo que mi hija mayor jamás se ha interesado por el básquet ni el voleibol ni nada que le huela a competencia física. Aitana, roble hembra, es la niña más noble de este mundo.

Dara está en sus antípodas: pequeñita, menuda, pelo castaño y ojos chinos, frescura y risa pícara. Con solo cinco años, ya ha enseñado salidas y maneras que nunca vi en su hermana. Tiene olfato de CockerSpaniel, digo yo, porque siente las vibras incómodas con aptitud de adulto. No imagino de quién heredó tanto mal genio, aunque una vez me contestó que “de ustedes los Contreras”…

Cuando empezó en la escuela, al tercer día volvió a casa magullada por otra muchachita. “Defiéndete”, le impuse. Eso fue un miércoles. El jueves, mientras la recogía, la maestra me dijo: “Hoy se encaró como una fiera con la niña más problemática del grupo”. Desde mi primitiva adoración del valor personal, fui brutalmente feliz en ese instante. Demasiado.

Aitana, que está lejos, es la mujer en ciernes que despedí hace dos agostos en el Aeropuerto Internacional José Martí. No he vuelto a darle un beso desde entonces, y me parece estarla viendo ante un televisor, ensimismada con El Chavo o llamando a mi madre (“mama, mama”) para pedirle un vaso de agua. Afortunadamente, Dara está conmigo, y no pienso dejarla partir a ningún lado. Es, supongo, la egoísta alternativa que le asiste a los padres con miedo a quedar solos.

Y yo padezco ese temor, porque nada me ha hecho más completo que mis hijas. Ni los éxitos profesionales, ni las conquistas amorosas, ni la perenne adoración de los amigos. Por distancia, Aitana y Dara –la rubita gigante y la diablilla enana- han sido el corazón central de mi existencia. Cabría decir, con Borges, “the central heart that deals not in words, traffics not with dreams and is untouched by time, by joy, by adversities”.

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