Poética del robo

Ilustración: Margarita Nava

Ilustración: Margarita Nava

 

Como el año pasado, como el antepasado, he vuelto a decidir ausentarme de la Feria del Libro. Fui su devoto visitante desde los noventas (yo era uno de esos especímenes que llegaban primeros y se largaban últimos), pero siento que ya no me atrae lo mismo. Esto es, la Feria -que no el libro- se me ha hecho prescindible.

Las posibles razones son bastantes, y cada una tiene su cuota de razón. Puede que ya no esté para viajar desde Mulgoba a La Cabaña, y allí dentro caminar sin brújula ni tregua un par de horas. Quizás sea el temor a que el bolsillo no soporte la exigencia. Tal vez la causa sea la decepción sufrida por la oferta de recientes ediciones.

“Cualquier tiempo pasado fue mejor”, me recuerda Manrique a cada rato. Antes la gente iba, mayoritariamente, en plan polilla. Ahora, si uno se fija bien, encontrará un alto por ciento de personas aferradas a sus móviles, haciendo cola para comprar refrescos y minucias, conversando sobre telenovelas, viajes y otras hierbas. Hay demasiado personaje esnob por esos lares.

Así que yo me quedo con el antes. O sea, con la época en que iba junto a mis camaradas de la universidad y le robábamos un libro (y dos y tres) a cualquier vendedor que se atreviera a estimular las papilas gustativas de nuestra hambre de cultura. Por entonces, ya lo escribí una vez, fuimos el peor azote de las librerías estatales y “de viejos”.

Lo recuerdo como si fuera ahora: en las Ferias me aficioné a la Colección Visor de Poesía. Desde el primer momento quedé seducido por sus portadas negras y minimalistas, el diseño interior primoroso y unas finas, inmejorables traducciones. Visor era, de largo, el foco de mis afanes de ladrón intelectual. Inclusive por encima de Altazor y Monte Ávila Editores.

Ya no creo que puedan encausarme, de manera que puedo confesar la cosecha que, de una sola vez, me traje a casa gracias a mis artes para acomodar ejemplares en la cintura de los pantalones, debidamente ocultos bajo algún abrigo grande.

Ese día fui solo, desconozco por qué a estas alturas. Lo que sé es que Visor salió a viajar conmigo: Las Flores del Mal, de Baudelaire; Matrimonio del Cielo y el Infierno, de Blake; Cancionero Moderno de Obras Alegres; Antologías Poéticas de Seferis, Mallarmé y Gelman; Anábasis, de Saint-John Perse… Todo eso –y sospecho que algo más- pasó a mi propiedad sin que mediara gasto alguno, como no fuera una gozable descarga adrenalínica.

(Dicho sea de paso, el robo de marras me confirmó que Blake y Mallarmé eran tipos diferentes; Baudelaire se me reveló como el non plus… de los poetas galos, por encima del fenómeno Rimbaud; Seferis no consiguió inmutarme; y Gelman… bueno, con Gelman concluí en que había escrito un solo poema, aquel que terminaba con “mi Dios qué bellos éramos / silbando finalmente”. En cuanto a Perse, todavía no comprendo que tenga el Premio Nobel que le fue esquivo a Borges, Joyce, Updike o Nabokov).

Alguien dijo una vez, y le atribuyó a Martí la frase, que robar libros no es robar. Lo cual entronca con la vieja afirmación de Bertolt Brecht: “Atracar un banco es menos delito que fundarlo”, y remite a la idea romántica de que llevarse una novela, un poemario, es un impulso más espiritual que delictivo. Puede que sea así. Puede que no. Lo seguro es que este, entre todos los vicios del mundo, es el más provechoso.

Cuentan que un tal Stephen Blumberg fue apresado hacia 1990 tras hurtar 23 600 libros. Y que un tal Duncan Jevons guardaba en su sótano más de 52 mil ejemplares sustraídos por espacio de tres décadas. La bibliocleptomanía, definida como “forma deportiva de la literatura” por cierto narrador argentino, es una de las tantas formas de alcanzar la verdad por la puerta del fuego, enmarcada en un ámbito en que el riesgo es afrontado por puro amor al arte.

Pensándolo mejor, tal vez me dé una vuelta por la Feria…

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