Pro Porno

Con el cine pornográfico sucede lo mismo que pasaba unos años atrás con las creencias religiosas. O sea, aquello que Adalberto Álvarez resumió socarronamente con dos versos: “Hay gente que te dice que no creen en ná, / y van a consultarse por la madrugá”.

Porque el porno es ilícito, y en algunos oídos suena indecorosa la aceptación de su disfrute. Pero vamos a ver: ilícito es también comprarle aceite al vecino bodeguero, o poner la moneda del pasaje en la mano del chofer, en lugar de colarla en la alcancía. Y esas cosas… que me tire una piedra el que nunca las hizo.

(En verdad, hay algunos que jamás se subieron a una guagua ni le vieron la cara al bodeguero. Mas son pocos y, por ende, matemáticamente despreciables)…

A mí me gusta el porno. Y muy posiblemente a usted también, si pertenece a esa divina especie en vías de extinción, el ser humano. Como decía una sexóloga alemana que residía acá, Mónica Krause, “la gente enloquece por saber qué hacen los otros entre cuatro paredes”. No lo dudo: al final todos tenemos nuestra parte voyeur. Unos más, otros menos, y los otros aún más.

El cine X se parece a la pintura: hay que tomar distancia para asimilarla cabalmente. Existe la sensación mayoritaria de que las ‘películas azules’ van exclusivamente destinadas a sofocar hormonas, sin tocar ningún otro resorte en sus espectadores. Pero lo cierto es que hay filmes porno buenos y filmes porno malos, como mismo sucede con el cine convencional, los bates de madera o las galletas dulces.

Por citar solo unos ejemplos, en los años setenta –la indiscutible Edad de Oro del cine X- se rodaron maravillas como Detrás de la Puerta Verde, El Diablo en Miss Jones o La Apertura de Misty Beethoven. Ya en el nuevo milenio, un gran danés llamado Lars Von Trier se contó entre los productores de Todo sobre Ana, y el año 2005 vio el estreno de Piratas, la primera película clasificada como ‘pornográfica de acción’. Se dicen cosas grandes de Ginger en las Rocas y Debbie does Dallas, mas no he podido verlas. E incluso el aclamado director Agustí Villaronga (El Niño de la Luna, Pan Negro) llegó a comparar La Orina y el Relámpago con la filmografía –wow!- de Stanley Kubrick.

No hay que sentirse especialmente lúcido para advertir que el cine porno complementa a la versión convencional, toda vez que se encarga de mostrar lo que ésta nos esconde. En tal sentido es –cabría considerarlo así- un cine más honesto. Sin embargo, siempre habrá detractores…

¿Que a menudo nos miente con dimensiones fálicas trucadas o con una imposible avalancha de semen? Pues igual son mentira los ninjas voladores y los autos que explotan como bombas de racimo. ¿Que las artistas fingen? También Meryl Streep actúa sus lágrimas. ¿Que no hay un argumento interesante? Eso será en el cine Gonzo, porque el Feature conoce de historias perfectamente estructuradas. (A estas alturas vale recordar, por si las moscas, que Gore Vidal fue guionista de un Calígula destrozador de mojigatos y patéticos termómetros morales).

Pero todo sea dicho: el cine X ha emprendido un trayecto descaradamente comercial, y en el camino se llenó de estereotipos. Que son barro, a la hora del recuento. De ahí la proliferación de actrices entre 20 y 35 años, definidos los pechos, proporcionado el cuerpo, rasurada la ingle, zapatos de tacón y pelo claro. O los actores recién salidos del gimnasio, sudorosos, bronceados, con instrumentos genitales de 25 y más centímetros. O los gemidos monocordes. O los constantes planos de contrapicado.

Es lo de siempre: Don Dinero maneja las riendas, y lo que podría (y debiera) ser la mejor representación sensorial del universo, ha asumido que basta con darle el papel protagónico al pene, bautizado por un antropólogo español como “documento del mundo occidental”. Ron Jeremy y John Holmes, Rocco Siffredi y Peter North, siempre fueron menos protagonistas en sus filmes que los apéndices germinativos que la vida les puso entre las piernas.

De eso se trata el porno hoy, y así ha logrado convertirse en una industria cuya facturación supera a la del cine convencional de Hollywood. A fin de cuentas, el sexo es uno de los poquísimos productos –quién sabe si el único- que no necesita de buen marketing para garantizar mares de venta. ¿O acaso nuestra historia no está escrita con episodios X?: Sodoma y Gomorra, Leda y el cisne, Cleopatra, las orgías romanas, la impudicia de las monarquías absolutas en el siglo XVIII, Clinton y Lewinsky…

Hace un tiempo, en alguna comedia olvidable, me encontré con un diálogo genial. Ella le dice: “¿Por qué no hacen una película sobre lo que pasa después del beso final?”. Y él le contesta: “Sí lo hacen, se llama porno”. Por ahí anda la cosa. Se trata de la construcción de un mundo alternativo al mundo socialmente reconocido como respetable. Un mundo del que he salido haciéndome mi propia Frankenstein con el rostro de Jenna Jameson, los labios de Katsuni, los senos de Tera Patrick, las nalgas de Gina Lynn, el morbo de Sasha Grey, la pasión de Belladona…

De alguna manera, San Fernando Valley –el estómago universal del cine porno– está tan implicado en la cultura contemporánea como el Museo del Louvre. Gústele a quien le pese.

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