Un ejército de ausencias

Foto: tuyoymimochila.com

                                                     … solo estoy hablando de mí mismo y de las ficciones en que vivo

Fue hace mucho y no recuerdo por culpa de qué muchacha radiante y ligeramente imposible me senté a solas en el balcón (a mirar La Habana derritiéndose en el mediodía) y reparé por primera vez en la intrincada suerte de tener frente a mí ese ejército de ausencias que es la Necrópolis de Colón.

La muchacha era una sonrisa y unos ojos condenados al naufragio. Y quizá por eso a mí me pareció magnífico vivir junto un cementerio, que siempre es un lento paisaje de piedra y olvido.

Piensas en las ratas de un mármol gris y sigiloso, en las cucarachas ambarinas que surcan las noches de verano, en los muertos antiguos y venerables, con algodones en las narices e impecables trajes oscuros; piensas en esos perros que has sorprendido ladrando silencio, en esas viejas que caminan sepultadas en sí mismas buscando una compañía inútil, en la sotana blanca del cura negro de Colón; piensas al fin que se trata de un parque de atracciones, otro Jalisco Park, solo que más real y comedido.

Sin embargo, sabes que todo eso –incluso ese niño que sonríe inesperadamente– es cosa tuya. El cementerio es sólido y está ahí. Pero el cementerio como idea no es más que la certeza intraducible de la Nada.

Por otro lado, todo es tan simple. Cuestión de salud pública. Lectores, queridos compradores de gladiolos, cualquier oda a la destrucción del hombre o a su vida eterna que uno imagine cuando camina por Colón no esconde otra cosa que la milimétrica intención de evitarnos la peste bubónica y los cargos de conciencia.

El Cementerio de Colón, desde mi apartamento, es una filtración gris por entre el verde protector de unos álamos –digamos álamos porque suena bien y porque la botánica, para mí, aún no se ha inventado-, …por entre el verde de unos álamos que, eso sí, impulsan hasta acá un viento que ya no es el del mar, ni la simple mezcla de la sal marina con las excrecencias carbónicas de la ciudad y las maldiciones echadas a la atmósfera por la gente que viaja en guagua o descubre una grieta nueva en el techo o se para frente a los precios del mercado… No, el viento que llega hasta mi balcón tiene un dejo dulzón que algunas noches he atribuido a los fantasmas que escapan verticalmente tras escurrirse entre las piedras. La brisa entonces los atraviesa y les roba algún misterio, les arrebata la desolada memoria de sus días aliviados, tal vez, con un café amargo, con agua y azúcar prieta, con canchánchara. ¿No serán esos fantasmas el azufre y la tristeza que están en el reverso de la bulla y el retozo en esta isla?

Un cementerio es una página en blanco. Yo no creo en la elevación de las almas, pero he probado ese viento cristalizado en mis persianas. Paso el dedo y lo pruebo con la punta de la lengua, y después, a veces, me doy un trago de ron y pienso que estoy fertilizado con aché, y entonces, a veces, me pongo a escribir.

A veces me distraigo porque llega un recado urgente de algún muerto ilustre de allá enfrente: unos pesos de José Miguel (Tiburón), una orden del Viejo Gómez, una carta secreta de Martí (que está en Santa Ifigenia), enviada a través de Gonzalo de Quesada, en la cual me pide que yo diga aquí, de una vez por todas, que ninguno de nosotros hubiera sido como él y que él no hubiera sido como nosotros y que, entre otras cosas, él no nos hubiera hecho jamás lo que nosotros hicimos tantas veces con él: traficar con su memoria, tironear su obra para desgajarle mandamientos a conveniencia, pintarlo alevosamente de blanco y convertirlo en un ángel con bigotes. No sería como nosotros, dice Martí, no por nada, sino porque todos somos cada quien, y resulta que uno tiene sus fístulas íntimas y esas llagas suelen provocar una morbidez y un dolor irrepetibles. Y eso es lo decisivo.

(¿Recuerdan que en este mismo cementerio anduvo filmando Titón? ¿Recuerdan aquella fábrica, aquella hilera de bustos martianos -como esclavos desnudos, pero blancos- en la película? El arte verdadero es siempre un panfleto que, por alguna razón, nunca alcanzamos a comprender del todo).

Algunas tardes yo me he ido a fotografiar tumbas y he hecho la sublime foto del Cristo mustio al que se le posa la paloma en el hombro, o en la cabeza, y he pensado que si la paloma fuera blanca y no pinta sería esa una indudable aparición del Espíritu Santo. Inmediatamente he visto al Espíritu Santo cagándole la cabeza a Cristo… Me quito la cámara del rostro pensando, no en mi mente turbia y pecadora, sino en la estupidez de la iconografía sagrada y en cuánta estatua llevamos haciendo desde la Antigüedad y, por supuesto, en cuánta cagada de pájaros nos hemos ahorrado sobre nuestras propias cabezas gracias a esas estatuas… El fin justifica los medios. Pienso que, si me da la gana, el cementerio es esto: un Evangelio apócrifo.

Yo he escuchado el sonido de las hojas arrastrándose entre el laberinto que es el Cementerio de Colón. Es la banda sonora del olvido y suena mejor en las tardes despobladas de turistas. Unas hojas se deslizan sobre el asfalto y uno escucha ese güiro desacompasado y tenue que suena incluso –aunque ningún vivo lo sepa- cuando entierran a algún vetusto general y los pájaros huyen despavoridos de la marcha fúnebre y los disparos de salva.

Todas las señales indican que Colón está lleno de muertos, y que esto es algo serio, el non plus ultra de lo trascendente y lo sagrado. En realidad lo que hay allí es un miedo brutal al vacío, a la noche blanca de la Nada.

Cuando caminé por la Calzada de los Muertos de Teotihuacán me atrapó, por el contrario, una alegre nostalgia por los vivos que habitaron aquellas piedras. Los imaginé saliendo después de comer algo para asistir a una ceremonia de sacrificio (un sacerdote clavando un puñal en el pecho de alguien) y luego regresando, pasado el momento más fastidioso de la digestión, para hacer el amor a la sombra de sus dioses mientras el Universo giraba en torno a ellos con renovada energía.

Sin embargo, lo que yo veo en Colón y vi en un pequeño cementerio donde entierran a los pescadores de un puerto del interior de Cuba (la hierba agostada, sufrida hasta un horizonte de mangles) fue la insistente huella de los vivos intentando agarrar por una pierna o por los pelos a sus muertos para no sentirse cada vez más solo de este lado; veo a la gente movida por la baldía esperanza de que el ejemplo (esas flores cada día de difuntos) sirva para que luego alguien, sus hijos, los hijos de sus hijos, los agarre fuerte e inútilmente a ellos y no los deje partir de este mundo hacia ninguna parte (porque allí es donde están los muertos).

Los cementerios son enormes monumentos construidos por nuestro instinto de conservación. Son el frenético terror a la aniquilación de la especie tallado, escrito en piezas de cantería.

Y los muertos son una invención nuestra. Si digo que los muertos escuchan el sonido de las hojas sobre sus losas, si digo que sus almas bailan en la noche para que el viento las despeine, si digo que Martí protesta contra nosotros o que es el autor intelectual de nosotros, si digo que a profanaron la tumba del abuelo y le robaron un fémur o el cóccix para colaborar en el precario retorno de un muerto ajeno, si digo que los muertos son el abono de la Patria y que ellos nos contemplan orgullosos, o asqueados, con sus ojos eternamente ciegos, si digo que enterraron a un general o a un tonto y no a un simple pedazo de carne, solo estoy hablando de mí mismo y de las ficciones en que vivo.

En realidad, los muertos habitan en mí. El cementerio es solo una enorme página en blanco.

Me gusta Colón por lo contrario que me gusta el mar. A veces, cuando regreso de la ciudad y de la gente y de ciertas muchachas, contemplo su extensión y sé perfectamente que allí debajo no hay nadie. Solo un ejército de ausencias.

Foto: Bryan Treen
Foto: Bryan Treen
Salir de la versión móvil