Aun no es el momento, propiamente dicho, de la consulta popular sobre el Código de las Familias. Sin embargo, este cruzó el Rubicón. Desde que el gobierno cubano decidió hacer públicos los contenidos del anteproyecto de ley, se adelantó la polémica, el diálogo y las campañas a favor o en contra. No hay vuelta atrás. Era cuestión de esperar, cualquier señal que apareciera sería motivo para explayar visiones diversas, ensayadas hace más de dos años, alrededor del Artículo 68, durante el proceso de debate constitucional.
El proceso en cuestión devela matices interesantes: la dualidad entre el pensamiento conservador y el pensamiento progresista (presentes en cualquier ámbito social); entre la tradición y la justicia actualizada; la tensión entre viejos órdenes y comprensiones y la emergencia de nuevos imaginarios, conductas e instituciones; la controversia entre formas naturales y formas históricas de institución familiar; la existencia de organización política con proyectos divergentes. La interpretación y posicionamiento sobre estas dualidades deben ser asumidas desde variables esenciales como los derechos, la relación social, el sentido común y las maneras de hacer política.
En un inicio, la controversia sobre la nueva propuesta de familias circundó al matrimonio igualitario. Parecía que en ese particular se definía toda la viabilidad de la nueva Ley. Con la publicación del anteproyecto se abre el diapasón. Temas como la responsabilidad parental versus la patria potestad; la gestación solidaria, la adopción por cualquier tipo de unión, el programa integral de educación sexual, y la autonomía progresiva, ponen más contenidos y tensiones al positivo proceso de crear una norma que se parezca a lo que somos y a lo que decidamos ser.
Una pregunta, ente otras posibles, integra muchos de estos temas y es palestra de posiciones encontradas: ¿sobre quién recae el derecho, la autoridad y la educación de las niñas y los niños? Frases como “en mis hijos mando yo”; “yo soy la madre”, “hago con mis hijos lo que me da la gana”, “una nalgada no mata a nadie”, dan cuenta del desafío abierto ante una ley que propugna derechos, deberes y afectos. El sentido común es el terreno político definitorio para esta disputa.
¿Será esta una ley contra las tradiciones que limitan desarrollo, crecimiento personal, libertades, autoestima y bienestar? Enunciar la responsabilidad y los afectos como base para el vínculo familiar en general, y del vínculo parental en particular, es un punto a tener en cuenta. Esta ley avanza el principio de que las niñas y los niños no son posesión de sus madres y padres, sino que, sobre todo, son sujetos de derecho, lo cual se constituye en condición de los deberes y derechos parentales.
Por otra parte, el sistema de valores, comprensiones del mundo, vínculos y relaciones sociales, no es feudo privativo de las familias. La sociedad es una escuela diversa, amplia, donde conviven y se reproducen valores que, en el caso que nos compete, atañen también a los vínculos con la sexualidad. No habrá libertad posible sin base en el saber, y es deber de todas la sociedades educar en la comprensión de la riqueza humana que vive en lo diverso y de los derechos que la sustenta.
Educar en la sexualidad es educar en la libertad, en las relaciones dignas entre personas diversas. Es asumir críticamente la historicidad que afirma que “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”. Es asumir que las educadoras y los educadores también son educados y que el proceso de concientizar condiciona toda la transformación social, cultural y política posible.
Esta norma nos permite debatir sobre la calidad y no sobre los moldes de nuestras relaciones familiares. Contenidos dignificantes, de respeto, de comunicación, de derecho y protección. Contenidos que impugnan los tratos indignos, la exclusión, la violencia, la desprotección. Es una norma que, lejos de cerrar o imponer moldes, que lejos de potenciar o jerarquizar una forma de vínculo sobre otra, dispone la inclusión, el reconocimiento y la aceptación de todas las formas de relación que potencien la dignidad humana.
La polémica sobre el Código de las familias propicia, de un lado, potenciar la cultura jurídica y la cultura del debate. De otro lado, asumir como práctica el ejercicio de la política para la conformación de la norma. Es una oportunidad para un amplio proceso de educación que integre valores humanos, derechos y vínculos ciudadanos.
Pero nada de eso será posible si no se amplía el acceso a los debates y campañas públicas divergentes. Condiciones para habilitar a la ciudadanía en el posterior ejercicio del voto consciente, libre y secreto. Es necesario que la población que ejercerá su derecho al sufragio, y que hoy encuentra dispersas las opiniones y las posiciones frente al Código, acceda al conjunto de las visiones, los argumentos y tome partido sobre ellos.
Frente a esta necesidad, un desafío importante está en la metodología que se apruebe para organizar la consulta popular. Es de esperar que no sea una sumatoria de opiniones personales, sino un momento de reflexión y construcción colectiva. Algunas preguntas generadoras para ese proceso podrían ser: ¿cuánto beneficia o perjudica el nuevo Código a mi familia?; ¿qué representa esta ley en mi vida cotidiana?; ¿qué conflicto familiar propio ayuda a resolver o cuál deja sin respuesta?; ¿qué derechos me otorga o que privilegios me limita?; ¿qué exigencias coloca a mis vínculos familiares?; ¿qué comprensiones sobre la familia me invita a mover?
Ha quedado claro que, al decir Cuba, no todas y todos hablamos de un mismo país. Hay muchas cubas que conviven en la Isla, muchas cubas posibles. Asumamos entonces el Código de familias como motivo para empujar el país que queremos. Pensarnos y darnos mejores condiciones para la vida en familias no es una cosa menor en ese empeño. Una familia de igualdad, de poder compartido, de comunicación democrática, de libertades mutuas, de cooperación, de dignidad y autoestima es un buen augurio para el mejorar el país que nos merecemos.