¿Es un plan lo que necesita ahora La Habana?

Si los planes se convierten en documentos académicamente impecables, pero popularmente incomprensibles; si no responden a las inquietudes y preguntas que se hace el gobierno local; si no se convierten en instrumentos que orienten a los empresarios, no merece la pena el esfuerzo.  

Foto: Kaloian.

La evolución reciente de la ciudad de La Habana, fragmentada, desarticulada y desordenada, sin unos objetivos claros y consensuados, es preocupante.

Cada sujeto actuante —administradores públicos, empresarios, ciudadanos…— lleva a cabo acciones de transformación sin evaluar ni tomar en cuenta sus efectos sobre el conjunto urbano. 

Esa falta de coherencia es muy costosa para la ciudad: genera ineficiencia en el uso del suelo, deteriora el medio ambiente, maltrata el paisaje urbano, provoca gastos innecesarios e impulsa desigualdades sociales y territoriales.

Parecería que para corregir tales problemas se requiere de un plan que guíe y coordine el crecimiento y la transformación. Pero todo indica que se trata de una condición necesaria pero no suficiente. Basta con ver el destino que han tenido los planes anteriores.

Se han ido formulando unos tras otros para ser invariablemente ignorados y olvidados. No podemos seguir haciendo lo mismo si queremos obtener resultados distintos.

Foto: Kaloian.

No solo los objetivos, también el camino

El asunto es que no basta con formular unos principios generales y diseñar unos objetivos a alcanzar. Ackoff propuso la más breve y precisa definición de lo que es planear: “definir unos objetivos y el camino para llegar a ellos”. No basta con declarar deseos, hay que concebir y proponer cómo alcanzarlos. 

Puede parecer una verdad de Perogrullo afirmar que un plan se formula para ser ejecutado, pero la realidad dura e implacable nos muestra que no es así. La mayoría no se han cumplido.

Lecciones del pasado

Sería un ejercicio absurdo y estéril seguir confeccionando planes sin antes extraer algunas lecciones de lo que ha ocurrido con los precedentes. 

Ejecutar el plan requiere de la existencia de muchos otros factores. Trataré de mostrar los que, a mi juicio, son esenciales y que, si no se abordan oportunamente, hacen inútil cualquier acción de planeamiento.

Es imprescindible llevar a cabo un doble ejercicio analítico y autocrítico sobre el cumplimiento o incumplimiento de las determinaciones del plan en vigor y sobre lo que realmente se ha ejecutado en los últimos años. 

Puede ser, por ejemplo, que el plan determine que es una prioridad la rehabilitación del tejido habitacional existente, evitando nuevos crecimientos periféricos, pero que, por el contrario, todas las iniciativas de construcción pública de vivienda se hayan realizado en esas zonas externas, ocupando nuevos territorios y obligando a una costosa extensión de la infraestructura urbana. ¿Por qué ha sido así? ¿Era inevitable?

Paralelamente hay que analizar cuál ha sido la lógica de los planes sectoriales y del proceso inversionista —tanto público como privado— y qué factores han incidido en que las transformaciones reales de la ciudad fueran las que han sido y no otras. 

Es ineludible, por ejemplo, examinar críticamente los resultados de operaciones urbanas recientes como el programa por el 500 aniversario de la capital, el programa de acciones dedicado a los barrios vulnerables, el programa hotelero, los barrios de vivienda del MINFAR, o el impacto de las inversiones generadas por los nuevos emprendimientos privados, identificando tendencias, oportunidades y amenazas.

Habrá que examinar también las razones por las que tantos sujetos —estatales o privados— ignoran en la práctica las regulaciones urbanas y se saltan los procedimientos establecidos. 

Y el análisis debe ser objetivo y desprejuiciado porque es posible que el que esté equivocado sea el plan o que las regulaciones no sean cumplibles en las circunstancias actuales. ¿Se trata de indisciplinas de los ejecutores o de insuficiencias del planeamiento? ¿O los dos?

No se puede tampoco ignorar los abundantes estudios e investigaciones realizados por diversas facultades universitarias (Arquitectura, Economía, Geografía, Derecho, Sociología…) que ya cubren muchas zonas de la ciudad. 

Cuando se han concebido y diseñado propuestas viables no ha sido fácil la articulación con los gobiernos. Es importante igualmente lo que se ha producido en las Entidades de Ciencia, Tecnología e Innovación (ECTI) o las propuestas de proyectos de colaboración, difíciles de coordinar y concertar con los gobiernos locales.

Para poder formular el plan se requiere disponer de unas normas urbanas actualizadas que fijen los estándares de nivel y calidad de vida que hay que prever.

El país ha cambiado enormemente tanto desde el punto de vista demográfico (envejecimiento, familias reducidas…) como social y económico. 

Hay que saber qué normas de habitabilidad (m2 de vivienda por familia) conviene aplicar, cuáles deben ser los niveles a alcanzar en la dotación de equipamientos urbanos (círculos infantiles, escuelas, policlínicos, comercios, etc.), qué densidades mínimas o máximas de ocupación del suelo y de edificabilidad, qué superficies de áreas verdes y deportivas, etc. 

Como es obvio, deben ser normas relacionadas con las reales capacidades económicas y tecnológicas y con las características sociales y culturales de la ciudad.

Por otra parte, los cambios tecnológicos y culturales inciden inevitablemente en los enfoques y las prioridades a la hora de diseñar las transformaciones urbanas. Dos preocupaciones resaltan, por ejemplo, en las nuevas concepciones: la inclusión social y la sostenibilidad. 

Conceptos como el de la ciudad de los 15 minutos o las supermanzanas abogan por una distribución más equitativa del empleo, los servicios y las áreas verdes que mejoren la calidad de vida del barrio, equilibren la ciudad y, con ello, disminuyan la demanda de transporte. 

Al mismo tiempo, una creciente sensibilidad ante los problemas medioambientales y el cambio climático aboga por una renaturalización del tejido urbano (menos cemento, más verde, más sombra, menos calor…) para que mejore la calidad ambiental de la ciudad e incremente su resiliencia (capacidad de recuperación) ante las amenazas climatológicas. Algo muy necesario en La Habana donde parece haberse declarado una verdadera guerra contra los árboles.

El análisis del metabolismo urbano (flujos de materiales, energía e información que permiten identificar los impactos ambientales y sociales) y la preocupación por un desarrollo sostenible (regeneración urbana, renaturalización, gestión de residuos, energías renovables, tecnologías digitales, participación urbana…) centran muchas de las actuales preocupaciones de los urbanistas, que no deben hacer olvidar las dos prioridades de la capital: la vivienda y el transporte.

Es esencial disponer de una información adecuada para no actuar a ciegas. Hay que integrar territorialmente multitud de informaciones sectoriales de diversos organismos, en particular un aspecto decisivo: el referido a la gestión del suelo. 

Es prioritario, por ejemplo, conocer dónde está y a quién pertenece el suelo ocioso en una ciudad que pretende no crecer más en extensión. Todas las evaluaciones parciales indican que se trata de un tejido muy “poroso”, con numerosos lotes poco o nada utilizados. Los cálculos sugieren que la ciudad puede absorber en sus propios municipios cualquier crecimiento perspectivo (incluso Centro Habana).

Es imprescindible cuantificar y localizar con precisión esas áreas inutilizadas para ponerlas a disposición de la ciudad. Otro tanto ocurre con el suelo construido. Es lamentable comprobar el grado de hacinamiento de muchos edificios de vivienda, cuarterías y albergues y compararlo con la amplitud de numerosas oficinas, almacenes y locales de empresas y de la administración donde sobran evidentemente metros cuadrados o se hallan incluso cerrados. Se trata en muchos casos de antiguas viviendas adaptadas. 

Es vital en estas circunstancias acelerar la terminación del catastro urbano, conocer al detalle el uso del suelo urbano y elaborar los mecanismos jurídicos y fiscales que estimulen una mejor utilización del suelo que, al fin y al cabo, constituye el principal activo de la ciudad. Son esenciales, por ejemplo, datos hoy no publicados ni analizados como los que se acumulan en las notarías, referidas a las compraventas inmobiliarias, o en los registros de la propiedad. Ello ayudaría a comprender las tendencias del mercado inmobiliario y ajustar consecuentemente las regulaciones.

Es también esencial actualizar el Censo de población y vivienda de 2011 en una ciudad con un intenso flujo migratorio de las provincias hacia ella y de ella hacia el exterior, lo que sin duda ha generado profundos cambios sociodemográficos en los últimos doce años.

Foto: Kaloian.

La ciudad requiere de un grupo no solo de planificación sino de gestión del plan que logre coordinar las acciones de 15 municipios, los tres niveles de la administración (nacional, provincial y municipal) así como de los numerosos Ministerios. 

Es necesaria una autoridad con suficiente poder político como para ser capaz de dialogar y, si es necesario, enfrentarse a los intereses ministeriales y a los del nivel central para defender los de la ciudad. En este sentido, la eliminación de la Asamblea de Delegados a escala de la ciudad en el caso de La Habana tampoco ayuda en ese sentido.

¿Cómo lograr armonizar y articular las distintas estrategias de desarrollo elaboradas por los quince municipios?

¿Cómo determinar lo que de un municipio es complementario en otro?

¿Cómo solucionar problemáticas que no son resolubles en la escala de los municipios habaneros —redes de infraestructura, transporte público, por solo mencionar algunos aspectos, si la frontera entre ellos es una calle —para colmo, muchas veces el eje de la calle— con muy pocas diferencias entre una acera y otra?

Un tema esencial es el de la descentralización de las instituciones. Se da la paradoja de que diversos organismos —como el Instituto de Ordenamiento Territorial y Urbanismo o los Ministerios de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, de Turismo o de la Agricultura— mantienen estructuras verticales con delegaciones provinciales a un tiempo que transfieren numerosas competencias hacia los municipios sin acompañarlas de los recursos humanos, materiales y tecnológicos necesarios para poder cumplir con esas atribuciones. Hoy se trata de entidades muy débiles, no solo en las labores de planeamiento sino también en las de inspección y control. 

Sin un reforzamiento de estas instancias locales es casi imposible, si no inútil, el ordenamiento urbano. 

Otro asunto decisivo a resolver es la incapacidad de las entidades de gobierno de pensar los estratégico y generar las estructuras adecuadas. El gobierno se desgasta apagando “fuegos” sin ser capaz de prevenir y evitar los incendios. Lo urgente suplanta lo importante, comprometiendo el futuro. 

Son frecuentes los recorridos desgastantes e inoperantes en los que se improvisan soluciones “a dedo”, sin tomar en cuenta estudios, análisis económicos, planes y opiniones de expertos, para luego tener que dar “marcha atrás”. Pareciera que los cuadros son especialistas en tomar decisiones sobre cualquier asunto.

Hay que examinar si no es necesario dar un tratamiento diferenciado a la capital, que no es una mera sumatoria de municipios. 

Sería importante estudiar las diferentes formas de gestión de capitales en otros países —Distritos federales, Áreas metropolitanas— así como su división político administrativa interna. 

No puede tratarse igual el municipio de Santiago de Cuba, que contiene una ciudad de casi medio millón de habitantes y un territorio de más de mil km2, que el municipio de La Habana Vieja, por ejemplo, con sus cuatro Km2 y 80,000 habitantes. 

Foto: Kaloian.

El principal activo de la ciudad —su suelo público construido y no construido— está hoy en manos de las administraciones sectoriales —los ministerios, sus delegaciones y empresas— y es gestionado por ellas. La ciudad no decide casi nada sobre este asunto y es importante que recupere su control. 

La supuesta ventaja comparativa de Cuba, en términos de que la mayoría del suelo urbano sea de titularidad pública, se desvanece ante la realidad de esa administración no territorial sino ministerial. La ciudad necesitaría poder constituir un banco de suelos a escala metropolitana para poder realmente dirigir su desarrollo y transformación.

Debiera llevarse a cabo también una reforma que ampliara la fiscalidad urbana —gravando por ejemplo el suelo ocioso— y ampliando las tasas y contribuciones hoy absolutamente insuficientes (como el 1 % de la contribución territorial). 

La ciudad debe poner manejar sus impuestos y dotarse de un presupuesto a la altura de los desafíos que debe enfrentar. Esta es una de las razones de la urgencia por terminar el catastro urbano y la valoración de los bienes inmobiliarios (ya que constituye la base impositiva). ¿Cómo gravar un suelo que no se sabe cuánto es ni a quién pertenece? Hoy todavía se desconoce el metraje que corresponde a cada titular, sea estatal o privado, y por tanto se ignora el valor de esas propiedades. 

No se trata de elevar la carga impositiva a todos los ciudadanos sino a aquellos propietarios privados o poseedores estatales que excedan ciertos límites. Sí se trataría, en cambio, de obligar a los grandes inversionistas a contribuir de algún modo en el financiamiento o construcción de vivienda social o de infraestructura técnica (como se hace en todo el mundo). 

Es hoy sorprendente observar cómo, en La Habana, nuevos y lujosos hoteles se insertan en tramas urbanas muy deterioradas sin aportar nada en absoluto a su mejora.

Esto nos lleva a insistir en que es imprescindible introducir el análisis económico en las decisiones territoriales. No conozco un plan urbanístico para la capital que haya hecho una valoración integral de los recursos necesarios para ser llevado a cabo. 

¿Qué factibilidad puede tener un plan con estos vacíos? Se planea como si no existiera la dimensión económica, lo que permite formular cualquier aspiración como legítima y alcanzable. Es verdad que el caos monetario y cambiario actual no facilita tales cálculos por lo que mientras no se controle la inflación y se unifique la moneda, habrá que buscar otras vías de dotar a los planes de un mínimo de realismo.

La ciudad, además, tiene otros potenciales económicos que se aprovechan en todo el mundo en beneficio público. Pueden parecer valores intangibles, no materiales, pero son absolutamente reales y transformables en valores monetarios. 

Me refiero a la localización (no puede tener el mismo valor una parcela en el centro que en la periferia); a la urbanización (no es lo mismo una parcela ya urbanizada que una por urbanizar) o a la edificabilidad (no tiene la misma rentabilidad una parcela en la que solo se pueda construir dos plantas que otra en la que se puedan construir 20). Se trata de realidades económicas que no se deben ignorar y cuya valorización puede ponerse al servicio de la ciudad.

Foto: Kaloian.
Foto: Kaloian.

Por último, y no por ello menos importante, la condición imprescindible para que un plan sea útil es que detrás de él haya un gobierno que tenga conciencia de su necesidad, así como una administración y una ciudadanía que comprendan que el plan puede compatibilizar y armonizar conflictos, ahorrar recursos, articular inversiones y, en definitiva, elevar la calidad de vida urbana. 

Si los planes se convierten en documentos académicamente impecables, pero popularmente incomprensibles; si no responden a las inquietudes y preguntas que se hace el gobierno local; si no se convierten en instrumentos que orienten a los empresarios, no merece la pena el esfuerzo.  

Hay que ajustar la correlación de fuerzas y lograr los equilibrios necesarios entre las necesidades y las posibilidades, entre el corto y el largo plazo, entre los intereses privados y los públicos, entre la eficiencia y la justicia social, entre lo urgente y lo importante. Hay que saber y poder traducir el diseño no solo en una realidad física (constructiva) sino también jurídica (contratos, convenios, licitaciones…) y financiera (cargas, estímulos…). 

Dejaré pendiente, por ahora, un aspecto polémico y de difícil solución en todo el mundo: el hallazgo de mecanismos adecuados para la participación de la ciudadanía y de la sociedad civil en la formulación del plan o, al menos, en la definición de las prioridades. 

Habría que lograr un fuerte sentido de corresponsabilidad, pero ello implica al menos dos factores: la información y la formación. Sin una adecuada información pública y sin una mínima formación en la temática, la participación se convierte en un discurso atractivo pero manipulador, de hecho en una coartada para hacer lo que ya previamente se ha decidido. 

Habrá que comenzar por explorar vías ya existentes que no se aprovechan adecuadamente: por ejemplo, son considerables las posibilidades que ofrecen las actuales tecnologías para las consultas públicas y la divulgación de contenidos, así como normas jurídicas ya promulgadas y no aplicadas en la práctica como el ejercicio de los presupuestos participativos. Es verdad que en equipo se avanza más lento, pero se llega más lejos…

En resumen, mi respuesta personal a la pregunta inicial es que sí, que La Habana necesita de un plan, pero no cualquier plan, ni bajo cualquier condición. 

Si no se logra avanzar en términos de voluntad política, presupuesto urbano, fortalecimiento institucional, base informativa, actualización de las normas y capacidades de análisis realista y autocrítico, no merece la pena el esfuerzo. El plan puede incluso convertirse en un pretexto para continuar haciendo más de lo mismo. Y ya estos no son tiempos para ello.

Foto: Kaloian.
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