La semana pasada una comisión de la ciudad de Nueva York votó a favor de quitar una estatua de Thomas Jefferson (1743-1826) del Ayuntamiento. La Comisión decidió, por unanimidad, reubicar una obra de arte que ha estado ahí durante 188 años. En junio pasado, los miembros del Consejo Municipal, incluido su presidente, Corey Johnson, le escribieron una carta al alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill de Blasio, pidiendo la remoción de la estatua. “Hay imágenes perturbadoras de división y racismo en nuestra ciudad que necesitan ser revisadas de inmediato”, afirmaron.
El debate sobre la estatua de Jefferson forma parte de un reconocimiento a nivel nacional sobre la desigualdad racial, proyectada a primeros planos por el asesinato de George Floyd, las disparidades raciales asociadas a la pandemia y el problema de si los monumentos y símbolos confederados deben ser derribados o relocalizados. En ese contexto, la acción neoyorkina fue impulsada por los asambleístas Charles Barron y su esposa, la concejal Inez Barron. “Cuando quitemos esta estatua, estaremos dando un paso correcto al borrar a quienes violaron”, “No creo que [la estatua] deba ir a ninguna parte. No creo que deba existir. Creo que debería almacenarse, destruirse o lo que sea” dijo Barron. La concejal, por su parte, declaró: “No estamos librando una guerra contra la historia. Estamos diciendo que queremos que se cuente la totalidad, no medias verdades”.
Sin dudas, un buen punto, como también sería evitar una concepción simplona de la historia que conduzca a radicalismos, en especial por todo lo que omite. Empezando por lo más obvio: como se conoce, Jefferson redactó la Declaración de Independencia, cuyo borrador original incluía, por cierto, una cláusula de su puño y letra denunciando al rey Jorge III por el comercio de esclavos en las colonias americanas, eliminada de la versión final por el Segundo Congreso Continental al considerarse “demasiado controversial”.
Pero hay otros componentes a la sombra. En 1778, bajo el liderazgo de Jefferson, en Virginia se prohibió importar esclavos, una de las primeras jurisdicciones que adoptó esa medida. Jefferson fue un defensor de poner fin al comercio de esclavos en el Atlántico, y como presidente de Estados Unidos (1801-1809) trató de hacerlo ilegal. Antes, en 1784, propuso una ley federal prohibiendo la esclavitud en los Nuevos Territorios del Norte y del Sur después de 1800, lo cual no se aprobó en el Congreso por el margen de un voto. En 1805 le escribió a William A. Burwell, quejoso: “Hace mucho que he abandonado la expectativa de cualquier disposición temprana para la extinción de la esclavitud entre nosotros”.
Textos suyos que pueden encontrarse en varias antologías dan fe de una idea herética, como corresponde a un liberal de siete suelas, afrancesado por más señas: la esclavitud corrompe tanto a amos como a esclavos. En 1824, Jefferson propuso un plan nacional para poner fin a la esclavitud por parte del Gobierno Federal comprando niños esclavos y capacitándolos en ocupaciones de hombres libres. La idea, sin embargo, no prosperó.
El empeño de convertirlo en un plantador sureño más coloca también en el silencio el hecho de que, como abogado, Jefferson representó tanto a personas blancas como negras en las cortes de ley. Profesores, investigadores y hasta aficionados a la Historia de Estados Unidos conocen, por ejemplo, que 1770 defendió a un joven esclavo mulato alegando que su madre era blanca y libre de nacimiento. Según la ley de la colonia (partus sequitur ventrem), el hombre nunca debería haber sido esclavizado. Pero perdió el caso. Dos años después, en 1772, representó a George Manly, el hijo de una negra libre que demandó su libertad. Aquí, sin embargo, ganó. Manly trabajó entonces para él en su hacienda de Monticello, en Virginia, recibiendo un salario como el resto de sus empleados no esclavos.
El eje central de esta guerra es que Jefferson tuvo una dotación de 660 esclavos. En 1773, un año después de casarse con Martha Wayles Skelton (1748-1782), que era viuda, la pareja heredó las propiedades del padre de la joven, incluyendo 11.000 acres de tierras y 135 esclavos. El dato que citan es cierto, pero uno se rasca entonces la cabeza y se pregunta si pasará lo mismo con las estatuas de George Washington, quien tenía una dotación de 577 esclavos, y en general con las de todos los padres fundadores de Estados Unidos, que no eran precisamente campesinos sin tierras ni trabajadores agrícolas en los nada dulces campos de las Trece Colonias.
Sin embargo, el asunto no termina ahí. Ahora también se trata de reciclar el tema de Sally Hemings (1773-1835), una joven esclava suya, hija de un plantador británico y de una esclava mestiza, y medio hermana de su esposa, con la que Jefferson tuvo relaciones sexuales. “Casi blanca. [ . ..] muy bonita, con el pelo largo y liso por la espalda”, nos dice uno de los escasos perfiles suyos que nos han llegado. A pesar de que se trata de una dinámica en la que hay inevitables áreas oscuras, considerando la condición liberal de Jefferson y la manera como se condujo con ella hasta su muerte, aquí no parece encajar la palabra “violación”.
Thomas Jefferson fue designado embajador en Francia entre 1784 y 1789. A la Hemings, que llegó a ser libre en París (donde la esclavitud era ilegal), Jefferson le pagó un salario por su trabajo cuidando a una de sus hijas con Martha Wayles, ya por entonces fallecida. La pregunta maestra, buena para esa entrelínea que de un tiempo a esta parte ha venido convocando a historiadores y estudiosos, es por qué entonces Sally renunció a su libertad y regresó a Estados Unidos con Jefferson. Una vez en Monticello, le dio seis hijos. Dos fallecieron y cuatro llegaron a la adultez. (Nunca fue emancipada legalmente). Era sensiblemente más joven que él, hecho tomado ahora como pivote para declararlo ya no solo un esclavista inmundo sino también, en palabras del propio Barron, “un pedófilo […] que no debería ser honrado con una estatua”.
El problema consiste en que todo eso, y más, ocurre cuando se ignoran todos los aguaceros que han caído sobre los puentes durante más de 200 años, es decir, las enormes diferencias sociales, culturales y de todo tipo que nos separan y distinguen de aquellos hombres. Paternalistas. Heteronormativos. Promiscuos. Y hasta excluyentes y racistas. Pero que a pesar de esas (y otras) limitaciones, lograron levantar una nación contra un formidable poder colonial, dándole carne y hueso a la utopía de la independencia, formulada por el pensamiento iluminista del siglo XVIII.
En cuanto a Thomas Jefferson, se sabe que en su vida pública avaló la inferioridad de los negros y la imposibilidad de una sociedad estadounidense birracial. Pero su ideario mismo y su relación con Sally Hemings no hacen sino ratificar que la doble moral fue siempre, en cualquier tiempo y espacio, uno de los talones de Aquiles de la cultura de la esclavitud. Pero en buena ley, lo que dicen esos funcionarios de Nueva York, y quienes los respaldan, tiene un solo nombre: ahistoricismo.
Imbeciles ideologizados existen en cuaquier parte…ignorar que 2021 no es 1781,es ser casi sub-normal.
Excelente texto!