Líbano: estallidos visibles, catástrofes subterráneas

Un mes después de la explosión en el puerto de Beirut las noticias siguen dando cuenta de escombros acumulados y de un país asolado por una crisis económica y política.

Un perro del equipo de rescate francés busca sobrevivientes en el lugar de la explosión masiva en el puerto de Beirut. Foto: Thibault Camus/AP.

El cuatro de agosto, justo cuando estaba al comienzo de otra tarde de invierno austral, encontré un cable alertando sobre una explosión en el puerto de Beirut. Las agencias de prensa se limitaban al breve titular “Explosión en Beirut” mientras algunos sitios transmitían en directo las imágenes de una ciudad devastada y humeante desde la cual emergía el sonido de las sirenas de ambulancias y carros de bomberos.

Yo, porque desde hace mucho y por algunas lecturas, cuando escucho hablar de ese territorio, relativamente joven siendo tan antigua su historia, pienso en la periodista Maruja Torres, fui casi inmediatamente a su Twitter.

Allí me encontré las primeras piezas del rompecabezas que iba siendo el hecho. La periodista compartía las fotos de una chica ensangrentada y describía el escenario como “una escena de guerra”. Otro periodista, Kareem Chehayeb, también por Twitter, dijo haber recorrido la ciudad durante diez, minutos tiempo en el que había encontrado un ambiente “devastador”. Alguien más, teniendo en cuenta el efecto de la gran onda expansiva, vaticinaba ya la existencia de miles de familias sin viviendas.

Todos nos almorzábamos la noticia y quienes estamos casi ajemos a la historia y contexto de ese país aún nos hallábamos más desubicados. Es raro esto de las asociaciones indirectas. Pues, como dije, en vez de remitirme a escritores libaneses como Khalil Gibran o Amin Maalouf, por mi cabeza el primer nombre que pasó fue el de una catalana.

Maruja Torres es periodista y su oficio la llevó al Líbano hace algunas décadas. Tanto se conectó con aquella realidad que se quedó a vivirla. La entrevisté por correo electrónico una vez para mi blog, porque leía sus columnas en El País desde que una profesora nos la había recomendado a los de periodismo en la Universidad de La Habana. Era ese el sentido de mi lógica y por eso estaba yo en su cuenta de Twitter aquel 4 de agosto.

Por un libro de quien es también novelista de 77 años me había quedado con cierto recuerdo del Líbano, un país situado en el centro del Medio Oriente, en las crestas de su convulsión. Alguna vez leí que Maruja Torres dijo que el Líbano era como el mundo, en el sentido de que sus problemas son tan profundamente complejos que, de arreglarse, también podrían encerrar la solución del resto del planeta.

Parte de esas contrariedades acumuladas, conflictos políticos, culturales, económicos y religiosos parecen haber sido parte de la causa del estallido de las 2750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas inexplicablemente en un depósito portuario desde 2014, sin demasiadas preocupaciones y, al parecer, protocolos de seguridad hasta que un accidente de soldadura inició una reacción de fuegos artificiales que desencadenó la gran explosión que nos impresionó a todos.

“El país está familiarizado con las explosiones e igualmente familiarizado con los desastres provocados por fallas en los servicios públicos, escribía al día siguiente en The New York Times el analista político Faysal Itani. Algo semejante llegó a contarme la libanesa Sita Farha, a quien encontré en las redes, a propósito de mis rastreos en busca de testimonios para formarme una idea más cercana del tema.

Farha, investigadora de 26 años, dice que con la explosión llegó a pensar en un atentado terrorista o una bomba, ya que “ocurrieron esas cosas muchas veces en mi país”, escribe, refiriéndose a la complicada situación que ha dado lugar en otros momentos a que tras el sonido de una detonación hubiera salido en un sobresalto, abandonando su actividad normal en un día de rutina.

“Pensé que había una bomba cerca de nuestra construcción, porque el sonido fue fuerte como si estuviera cerca, en la misma calle. Se cortó la conexión del teléfono e Internet y por eso no pude saber nada de lo que estaba pasando”.

Uno observa los videos y se espanta con el poder del estallido, con el hongo formado, como si hubiera sido una bomba atómica, porque esa es la imagen que me viene a a la cabeza ante semejante montaña de humo elevándose por los aires en representación de una onda expansiva que afectó en unos 10 kilómetros a la redonda.

Un cable de Reuters fechado seis días después, informaba la existencia de una investigación de la Dirección General de Seguridad del Estado. Dicho informe contenía la referencia a una carta privada enviada desde el 20 de julio al presidente Michel Aoun y al primer ministro Hassan Diab con el resumen de la pesquisa judicial iniciada en enero.

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Se avisaba sobre la existencia de químicos almacenados en el puerto y se advertía que debían protegerse de inmediato por su poder destructivo y su posible desvío o uso para ataques terroristas.

Hassan Diab renunció al gobierno antes de que se cumpliera una semana de la explosión, pero la ciudad tenía la apariencia de un campo sacudido por una invasión. Como si las guerras que ha vivido el Líbano a lo largo de su historia estuvieran de vuelta y, todavía era peor lo que no se alcanza a descifra en una fotografía o video.

Con la catástrofe del puerto de Beirut, el país veía interrumpido el principal punto de acceso a la importación de sus alimentos. Su destrucción cuantificaba pérdidas terribles, no solo de negocios, oficinas y viviendas; también del segundo silo más importante y, con él, la perdida de unas 15 000 toneladas de grano.

El último censo registra una población de casi siete millones de habitantes en el Líbano, a la que se suman millón y medio de refugiados. Todos ellos padecen una economía agonizante y hoy la realidad de hospitales colapsados a consecuencia del coronavirus, problema no menor para un país con unos 19 000 contagios y, según datos, el 80% de los hospitales en manos del sector privado.

“Pensé que había una bomba cerca de nuestra construcción”. Foto tomada por Sita Farha el 4 de agosto desde la ventana de su casa, en el barrio de Hamra, Beirut.

Por mucho que intenté conseguir testimonios de cubanos allí, no di con ninguno y así no tengo hoy la experiencia de coterráneos; solo encontré los mensajes emitidos por los diplomáticos cubanos en Beirut, que aseguraban no haber sufrido daños a causa de la catástrofe y quienes al día siguiente se veían en fotos donando sangre para auxiliar a los heridos, hasta hoy más de 6500 cuantificados, además de los 180 muertos.

Sita Farha estaba a punto de salir de su casa ese día, cuando de repente sintió que el suelo se sacudió. “Pensé que era un terremoto”, escribe. Una segunda sacudida, más fuerte esa vez,  llegó acompañada del sonido de la gran explosión. “Vivo a 8 kilómetros de distancia del puerto de Beirut, en Hamra. Pensé que había una bomba cerca de nuestra construcción”.

En la medida en que fue pasando el tiempo, los rumores empezaron a surgir entre una población incomunicada. “Cada uno dijo algo diferente, empezaron los rumores, las especulaciones, las teorías de conspiración. Nadie supo la verdad directamente, sólo esos rumores. Después nos enteramos”.

Su suerte no fue la de las 300 000 personas que se quedaron sin hogares y las de otras 30 mil familias que han debido abandonar la nación, según fuentes como Noticias del Vaticano. No le pasó nada ni a ella ni a sus allegados.

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“No sufrí daños materiales, pero el daño psicológico sigue. Cada vez que escucho cualquier sonido en casa o en la calle (de un coche, de un vaso o una taza rompiéndose, de cualquier cosa cayendo), vuelvo a recordar ese momento. He vivido la invasión israelí en 2006, pero esto fue diferente”.

Maruja Torres ha dicho que el Líbano es un país sin futuro: los jóvenes emigran, como los de otros países pobres o en conflicto, porque creen que el futuro está en otro lugar; además de eso, “padecen la maldición de matarse entre sí cada 15 años”. Es un país pequeño en medio del Mediterráneo, ha mirado por siglos a Occidente, pero el mundo árabe lo tiene detrás.

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