Me niego a echarle más leña al fuego

Vengo de un lugar donde se decía “¡Abierto!” y se partía en dos el masarreal. ¡Punto! ¡Esa era la ley! 

Foto: Kaloian.

Me niego a echarle más leña al fuego. La gente se cansa del odio. El odio grita alto y el amor susurra. Pero el amor prevalece.

Todos los días me acuerdo: “¡Te cogí Panchito, te cogí!” y nosotros, niños, jugando “escondidos” o “pegaos”. Todos “a la rueda rueda, de pan y canela”. Y si alguien se caía (o se cansaba) se le daba un chance, se invocaba “pio tai”. Nada de abusar de los indefensos. Sí, me acuerdo.

No puedo sentir odio o menosprecio por la vecina del poquito de sal, sus hijos o sus nietos. Ni por aquella, la del café, que quitaba el pestillo y abría mi puerta sin pedir permiso. “¿Se puede?” (y ya estaba dentro) “¿Ya colaron en esta casa?”

Ninguna promesa de “libertad” me hará olvidar mi esencia. Ninguna geografía podrá hacerme odiar o desearle mal a aquellos a los que dije “¡Entra!”, “¡Choca esos cinco!”. Esa “libertad” sería una prisión amarga si lo único que consigo, en su nombre, es maquinar intrigas para arruinarles la vida a ellos.

Vengo de un lugar donde se decía “¡Abierto!” y se partía en dos el masarreal. ¡Punto! ¡Esa era la ley! 

Yo no soy una mejor persona por tener un automóvil. Eso no me define. Yo no soy mejor o peor porque mi plato sea escaso o abundante. No me definen las cosas que tengo, sino las cosas que hago. Soy la obra de otros que, a su vez, fueron el fruto de otros de más atrás y así, por los siglos de los siglos.  

Lo que soy hoy, se lo debo a esos fantasmas vivos que me habitan. Lo que me hace ser quien soy, es el recuerdo de aquellos que compartieron su pan conmigo, de la vecina que me quiso y me cuidó de niño. Su mano arrugada, alisando mi pelo y diciendo con ternura “Ay mi’jito”. ¡Por ahí entró todo! Esa es mi esencia.

Lo que hizo que el amor durara hasta este día, fue la novia del parquecito. Ella tatuó mi alma. No recuerdo su rostro. No recuerdo su nombre. Pero aquel beso de secundaria selló todos los besos que llegaron luego. El aroma tierno de aquella chiquilla del Pre, se extendió por todas las mujeres y los hombres del mundo con los que me crucé más tarde. Eso está ahí, y sucedió aquella tarde en aquel parque, cuando se ponía el sol. Aquella adolescente, un framboyán y el ocaso de trasfondo. Esa es la lámpara que me alumbra cuando está más oscuro. ¡Ella, sus hijos, y los hijos de sus hijos!

Lo siento, pero yo hace rato me obstiné del odio. El amor prevaleció. Estoy unido a esa gente por un cordón umbilical. Todas las bendiciones recibidas en mi vida se las debo a ellos. Ni quiero ni puedo bloquearlos. Así son las cosas de allá, de donde yo vengo. ¡Con ellos, hasta el fondo! Para ellos siempre es ¡abierto! y ¡a partir en dos el masarreal!

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