Este año mi hija entrará en primer grado. Está emocionada con la idea de aprender a leer. Quiere leer solita los libros de cuentos y también hacerlo para mamá y papá. Es una manera luminosa de tener ilusión, de abrir las imprescindibles ansias por conocer (que es más que aprender). Ese deseo, sin dudas, me hace feliz, me invita a acompañarla, a alimentar y buscar caminos para que realice su ilusión.
Pero, también, trago en seco. Sé que la escuela tradicional es, hace algunos siglos, además, un lugar para producir obediencia, homogeneizar; y de paso, y como recurso necesario para tal fin, matar la creatividad y constreñir la rebeldía, dejar fuera las ilusiones y las emociones. Escuela donde solo hay una manera de leer, de contar, de hacer ejercicios físicos, donde se lee el mismo texto para personitas de contextos diferentes, las que tienen que exponer la misma idea que, por demás, no crearon.
Creo de manera firme en la escuela pública, gratuita y obligatoria. Creo en el derecho humano —y obro a su favor— de que cada persona acceda al sistema de educación. Creo, con igual vehemencia, en que el Estado tiene la obligación legal, moral y política de garantizar que esto sea posible.
Ahora bien, la pregunta sería: ¿qué escuela y qué educación? No obvio el deterioro creciente del sistema de educación cubano, no solo en la infraestructura dañada, en la carencia de maestros y maestras, sino en la concepción pedagógica que tiene de base, así como las salidas metodológicas que la concretan.
En cada escuela cubana hay un busto, o al menos una imagen en algún mural, de José Martí. Cubano universal, más allá de la frase manida. Me pregunto entonces: ¿en las preparaciones metodológicas de nuestras maestras y maestros se estudia el pensamiento pedagógico de Martí?
No me refiero a frases que hablen de educación, muchísimas, por cierto; hablo de los principios pedagógicos que agitó permanentemente en su paso por la vida política y liberadora cubana. Hablo de esa idea central que afirma que sin educación no hay liberación, y que, por tanto, toda educación es política.
Mi hija entra a la escuela con la ilusión de aprender a leer; pero, ¿qué aprenderá, cómo aprenderá, qué relación afectiva tendrá con lo que aprende? ¿Aprenderá a unir sílabas y vocales y conocer cómo se escribe “mamá” y “papá”, o tendrá en sus manitos y en su cabeza y en sus sensaciones un modo de leer el mundo, de descubrirlo, de aprender todo lo que nace de cometer “errores”?
¿Cómo se enseña a leer, qué utilidad y disfrute genera? Este es un asunto central para que los niños desarrollen un tipo, u otro, de relación con la lectura. Recuerdo, en mi etapa primaria, lo nervioso que me ponía cuando debía levantarme a leer. Primero, asumir una postura incómoda e innecesaria, luego tener un tono “correcto”, luego decir “bien” las palabras y no saltar los signos de puntación. Yo tenía problemas de visión, además de algunos rasgos disléxicos, temores reforzados en una escuela rígida; en resumen, leer, de esa manera, era una tortura. Por suerte no se cortó de raíz mi deseo de hacerlo, y encontré recursos para que no fuera un displacer. Los encontré fuera de las aulas.
Recién una amiga contaba, con angustia, que su hijo pequeño, creativo por encima de la media, quien siempre está inventando diseños insospechados, desde preguntas insospechadas, no podía dibujar en el aula. A la orden de bajar la cabeza, con sus deditos, y a escondidas de la maestra, inventaba cosas que luego, en otro lugar que no era la escuela, las llevaba al papel, a la plastilina o a cuanta cosa encontraba en su camino.
Es importante, deseado —no lo dudo— una escuela limpia, iluminada, con libros de textos bonitos y que alcancen para cada niña y niño, donde haya agua y los baños se descarguen, donde la comida sea, al menos, bien elaborada.
Esto acompaña, pero no garantiza, lo que considero más importante: que la escuela sea, más que todo, un lugar de afectos buenos, de alegría, de deseos de saber, de descubrir, espacio donde cada niña y cada niño encuentre la libertad y el placer de conocer quién es, en sus habilidades intelectuales, manuales y afectivas. Escuela donde el gusto de leer el mundo a través, también, de las letras y los números, sea una ruta para siempre, y no un tedio del cual escapar a la primera oportunidad.
Los verdaderos signos martianos son los polémicos y radicales. Tómese nota de este principio pedagógico: “No importa que la carta venga con faltas de ortografía, lo que importa es que el niño quiera saber (…) La gramática la va descubriendo el niño en lo que lee y oye, y esa es la única que le sirve.”
Fue categórico el maestro en su crítica a la escuela tradicional: “Leer, escribir, contar: eso es todo lo que les parece que los niños necesitan saber. Pero ¿a qué leer, si no se les infiltra la afición a la lectura, la convicción de que es sabroso y útil, el goce de ir levantando el alma con la armonía y grandeza del conocimiento? ¿A qué escribir si no se nutre la mente de ideas, ni se aviva el gusto de ellas?”
Una clave permanente, principio pedagógico en Martí, dicha varias veces, y de muchas maneras, es que “la enseñanza, ¿quién no lo sabe?, es ante todo una obra de infinito amor”. Debemos comprender que la principal fuente de aprendizaje en la niñez está en los afectos; si son buenos, liberan; si son malos, castran y deforman su humanidad en ciernes. Fue rotundo al decir que “la educación del temor y la obediencia estorbará en los hijos la educación del cariño y el deber.”
Me encantaría, por ejemplo, ver en la televisión a una ministra, o ministro, de Educación, que hable del inicio del nuevo curso escolar con pasión, con convicción, con alegría, con afectos buenos. Un rostro sin emoción no dice muchas cosas halagüeñas sobre el carácter del sistema de educación.
Invito a que la preocupación por la educación de nuestras niñas y niños no conduzca a la indolencia de no entender que, en no pocos casos, como vio Martí hace siglo y medio, “…las que se ocupan de esta labor son mujeres vencidas en la batalla de la vida, que endurece y agria, o jóvenes descontentas o impacientes que ven como pájaros afuera de la escuela, y tiene su empleo en esta como un castigo a su pobreza, como una prisión aborrecible de su juventud, como una preparación temporal incómoda a los fines más gratos y reales de su vida…”
Lo que quiero significar es que el primer día de clases —es feliz siempre el hecho de abrir escuelas para todas y todos— tiene un montón de notas para “leer” de otra manera la escuela que tenemos y la que deseamos.
Aspiro, con Martí, a que la ilusión de mi hija por aprender a leer se encamine en un ambiente donde se ponga “al muchacho entero en la escuela. El remedio está en desenvolver a la vez la inteligencia del niño y sus cualidades de amor y pasión, con la enseñanza ordenada y práctica de los elementos activos de la existencia en la que ha de combatir, y la manera de utilizarlos y moverlos.”
Excelente artículo
Y que acerca del ” seremos como el che “……..por que no una escuela aternativa a la oficial.O es obligatorio “ser como el che” ??