A raíz de las protestas sucedidas en Cuba el 11 de julio pasado, hemos vuelto a escuchar hablar de esos barrios llamados insalubres, marginales, precarios, indigentes, periféricos o, ahora… “vulnerables”. ¿Qué hay detrás de ese cambio de denominación? ¿Un mero eufemismo como los que estamos acostumbrados a recurrir ante realidades incómodas o desagradables? Es posible. Las reformas son “actualizaciones”, “perfeccionamientos” u “ordenamientos”, las personas sin techo son “deambulantes” y ahora ya no habría insalubridad o pobreza, sino “vulnerabilidad”, que suena más suave y llevadero…
Sin embargo, resulta interesante revisar algunos conceptos utilizados por sociólogos y antropólogos para tratar con estas realidades y saber realmente de qué estamos hablando. Existen infinidad de definiciones con diversos matices, pero la mayoría diferencian tres ejes de análisis fundamentales, relacionados, aunque distintos: el de la pobreza/bienestar, el de la vulnerabilidad/resiliencia y el de la exclusión/inclusión.
La pobreza
Como es de prever, la definición de pobreza es compleja y polémica. Una expresión burda la definiría como la carencia de recursos básicos, pero enseguida se multiplicarían las preguntas: ¿Cómo definimos las carencias? ¿Cuáles son los recursos básicos? ¿Se trata de recursos materiales o también sociales y culturales? ¿Cómo podría medirse o determinarse el umbral a partir del cual uno ya es pobre? ¿Puede ser el mismo a través del tiempo o de la geografía?…
Hace ya más de un siglo el inglés Rowntree propuso medir la pobreza a través de la determinación de unas necesidades básicas y cuánto dinero se necesitaba para satisfacerlas. Por ejemplo, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) utiliza para ello el umbral de 1,9 dólares por persona al día. Recientemente el economista indio Amartya Sen puso el énfasis no tanto en el resultado (ser pobre en el sentido de no disponer de ingresos o bienes suficientes), sino en el ser pobre como imposibilidad de alcanzar un mínimo de realización vital por verse privado de las capacidades, posibilidades, y derechos básicos para hacerlo. En cualquier caso, es un consenso general que deben tomarse en cuenta factores que van más allá del nivel de ingresos, como el acceso al empleo, a la educación, a los servicios de salud, a una vivienda digna y con acceso a la infraestructura básica (agua, energía, evacuación de residuales, etc.) u otros.
Hace pocos años, con la colaboración del PNUD y la Universidad de Oxford, Cuba adoptó un índice de pobreza multidimensional (IPM), que mide el nivel de privación de las personas por medio de diez indicadores distribuidos en tres dimensiones con igual importancia: salud, educación y nivel de vida (que incluye combustible del hogar, saneamiento, agua potable, electricidad, vivienda y activos familiares). En abril del 2021 el periódico Granma publicó un triunfalista titular: “Cuba es el segundo país con más bajo índice de pobreza multidimensional”, pero no aclara cuáles eran los países evaluados ni cuál el valor del índice en Cuba. Seis meses más tarde revelaba resultados de investigaciones internacionales: “las disparidades en la pobreza multidimensional entre grupos étnicos y raciales son mayores que las inequidades existentes a nivel de regiones nacionales”. Pero tampoco se ofrecieron los datos en Cuba y sus regiones o sus grupos raciales.
No se conoce tampoco que en la Isla se haya definido una línea de pobreza comparable con el umbral de los 1,9 dólares diarios del PNUD. La tarea “Ordenamiento” calculó una canasta de bienes y servicios cuyo monto rondaba los 1500 pesos. Unos meses más tarde el jefe de la comisión de implantación, Marino Murillo, reconocía ante la Asamblea Nacional que la canasta prácticamente duplicaba ya su costo, sin ajuste salarial ni de pensiones. Es curioso constatar que el umbral del PNUD era similar al de la canasta básica cubana original. Puede inferirse que en este último año de inflación galopante numerosos hogares cubanos han caído por debajo de ese umbral. En resumen, sabemos que en el 2020 existían 209 millones de pobres en América Latina (34% de la población), que había también 78 millones de pobres extremos (13%), pero no tenemos idea (al menos, los ciudadanos) de cuántos pobres hay en Cuba, quiénes son ni dónde están.
La vulnerabilidad
Otra cosa es la vulnerabilidad. Esta no implica una situación de pobreza sino la susceptibilidad o el riesgo de caer en situación de pobreza. Alude más a una posibilidad que a una realidad. Se relaciona con su concepto opuesto, el de resiliencia, entendida como la capacidad de enfrentar y superar riesgos y amenazas. Resulta importante subrayar que una persona puede ser vulnerable, no solo en razón de sus carencias materiales, sino de prejuicios culturales negativos por el color de la piel, el origen social o territorial, las preferencias sexuales, etc. Es decir, el eje vulnerabilidad/resiliencia alude a realidades distintas del eje pobreza/bienestar.
Otro elemento que distingue el concepto de vulnerabilidad es que establece una relación entre elementos externos al grupo social o el individuo y sus características socioeconómicas. Se es vulnerable a algo (a la pobreza, al desempleo, a la enfermedad, a agresiones medioambientales…). En cierto sentido, la vulnerabilidad no podría ser observada —como sí la pobreza— sino tan solo predicha o pronosticada. Es un concepto relativo que busca prevenir la pobreza. Son fundamentales, por lo tanto, los estudios que analizan cómo los individuos o los grupos vulnerables actúan o pueden actuar para sobreponerse a las amenazas y enfrentar situaciones adversas. Ahí son esenciales no solo los activos de los que dispongan las familias sino sobre todo las estrategias de sobrevivencia que sean capaces de adoptar, que pueden ser individuales y familiares o ser apoyadas por políticas públicas.
Estas estrategias son múltiples. Desde vender activos físicos de la familia, utilizar créditos o préstamos, incrementar la participación laboral o la incorporación al estudio, modificar o disminuir patrones de consumo, emigrar colectivamente o de manera individual (con el objetivo de enviar remesas), etc. En situaciones de gran vulnerabilidad pueden verse obligados a acudir al empleo informal, la ocupación ilegal del suelo, la venta del propio cuerpo o del propio tiempo (los coleros), las prácticas especulativas o las conductas claramente delictivas.
Por ejemplo, Roberto Zurbano escribe: “El sujeto migrante tiene pocas posibilidades frente al mundo legal. Entiéndase policía, delegado del poder popular, bodeguero, e incluso el médico de familia que no le niega atención de urgencia, pero al que le es engorroso el tratamiento de enfermos crónicos, sobre todo ancianos. Así, convierten ´el invento´ en modo de abastecerse de agua, luz eléctrica, medicamentos, alimentos, etc., y negocian con la mirada tolerante de las autoridades locales que —entre paternalismo, prejuicios y extorsión—, abren puertas a la permisibilidad y, claro, definen la permanencia del migrante”.
En estas situaciones no solo importa el capital físico (recursos materiales) sino el capital humano (niveles de educación, cultura, salud…) y el capital social. La presencia de redes de apoyo, sean familiares, vecinales o públicas pueden amortiguar de manera considerable los niveles de vulnerabilidad, aunque su verdadera resiliencia crecerá no tanto por ayudas externas sino por verdaderos procesos de empoderamiento.
La medida de la vulnerabilidad no es sencilla. Como se ha explicado, no solo depende de las carencias objetivas sino de las capacidades de resiliencia de individuos y grupos sociales. Debiera tratarse de un índice multidimensional capaz de medir no tanto una realidad como las posibilidades o probabilidades de cruzar el umbral de la pobreza. Por otra parte, no puede negarse el papel que puede desempeñar la propia percepción de vulnerabilidad: estar preocupado por perder la vivienda, el trabajo, la salud, la educación de los hijos, estar angustiado por la violencia intrafamiliar o por los niveles de inseguridad o criminalidad en el barrio inciden, sin duda, en la capacidad de sobreponerse a situaciones adversas.
La exclusión
Ya hemos visto que la pobreza no siempre acompaña a la vulnerabilidad. Esta puede ser causada no solo por carencias materiales sino por factores socio culturales. Una persona puede sentirse discriminada o ser efectivamente excluida por muy diversas razones que no tienen que ver siempre con su estatus económico. Puede ser por su color de piel, por su origen territorial (los “palestinos” en la Habana), por sus creencias religiosas, por sus preferencias sexuales, por su género o edad, pueden ser enfermos, personas sin techo o sin hogar, desempleados, drogodependientes, convictos o exconvictos… en fin, todos aquellos que se encuentran “en los márgenes” …
La exclusión o la marginación (entendida como la falta de acceso a los derechos básicos ciudadanos) puede generar no solo vulnerabilidad sino directamente pobreza. Y esta, a su vez, puede originar también exclusión. Se ha bautizado como “aporofobia” ese rechazo, aversión o temor hacia el indigente. Se trata, en suma, de un círculo vicioso en que cada uno de los ejes incide y puede reforzar los otros dos. Constituye la antítesis extrema de la participación.
Los barrios vulnerables
Entonces, ¿tiene sentido hablar de “barrios vulnerables”?
En primer lugar, si de lo que estamos hablando es de las características físico-geográficas de una zona de la ciudad, podría ser adecuado si se trata de un territorio propenso a inundaciones, cercano a fuentes de contaminación, con pendientes excesivas o carencias de infraestructura y vulnerable, por ello, a amenazas a y riesgos físicos. Pero si de lo que tratamos es de las características sociales, económicas o culturales ya es distinto. Nombrar a todo un barrio “vulnerable” sin duda estigmatiza y discrimina ante el resto de la ciudad a todos sus habitantes —sin distinción de hogares y personas— y genera, con ello, una vulnerabilidad adicional por marginación. No es lo mismo ser marginal que marginado. La realidad física del barrio tiende a mantenerse, mientras que sus ocupantes suelen no ser los mismos en el tiempo puesto que a menudo constituyen zonas de tránsito migratorio. Es por ello que un análisis de vulnerabilidad social tendría más sentido a nivel de hogar que de barrio. Hay que recordar, además, que no solo hay hogares pobres en los barrios vulnerables sino en todo el tejido urbano y pueden quedar invisibilizados.
En segundo lugar, si un vulnerable es un pobre potencial ¿no tendría más sentido ocuparse de los pobres reales, actuales, antes de abordar los potenciales? Se tenían identificadas hace años un número de zonas en la ciudad que se nombraban “barrios insalubres”, con lo que se aludía sobre todo a su insalubridad o precariedad física. Si bien es verdad que en ellos se concentraban numerosos hogares en situación de pobreza, los moradores no quedaban declarados como insalubres. Si se toma la denominación de “vulnerable” al pie de la letra, habría que reclamar entonces una atención prioritaria hacia la pobreza ya existente. Si no es literal, entonces no es otra cosa que un nuevo eufemismo.
Está claro que los programas sociales de educación, salud y protección social —con todas sus insuficiencias— caracterizan a la pobreza cubana de forma ventajosa en el marco de América Latina. Pero ya se sabe que igualdad no es equidad. No se puede tratar igual al que es distinto. Y ese es el flanco débil de los programas universales, de las distribuciones “por la libreta”. Son indispensables políticas, programas y proyectos focalizados en función de las características de cada grupo social y, en la medida posible, de cada hogar.
Por último, el actual enfoque de atención priorizada a los “barrios vulnerables” sufre de una insuficiencia de raíz. La abismal asimetría entre la disponibilidad de recursos materiales, financieros y humanos de los ministerios ramales y su persistente escasez en los gobiernos territoriales (municipio, consejo popular, delegado) ha obligado a enfrentar el problema asignando barrios a organismos y ministerios. De tal modo, en la capital del país, el ministro de comercio exterior se ocupa de los barrios del municipio de Marianao, el ministro de la agricultura del municipio 10 de octubre, el presidente del grupo empresarial de la sideromecánica del municipio del Cotorro o el presidente del grupo azucarero AZCUBA de la Habana del Este… Evidentemente les será mucho más fácil pintar una bodega o reparar una acera que ir a la raíz de los problemas de pobreza, vulnerabilidad o exclusión económicos, sociales y culturales presentes en esos barrios.
Ya se asimila entre nosotros este proceder como algo natural, pero ¿podría imaginarse que a partir de ahora se encargara al gobierno de Marianao apoyar el comercio exterior, al de la Habana del Este respaldar la zafra azucarera, o al municipio de 10 de octubre patrocinar la agricultura? Queda todavía un camino largo por recorrer en el proceso de descentralización y fortalecimiento de los gobiernos territoriales, en particular los municipales… Y, por cierto, otro tanto en el de la identificación de la pobreza, la vulnerabilidad y la exclusión en nuestros barrios, su reconocimiento público y su tratamiento adecuado.