El síndrome del enraizado

Ante las dificultades económicas son muchos los jóvenes que deciden emigrar de Cuba, tantos que llega el momento en que no se sabe si se aleja más el emigrado o el enraizado en la Isla, surge entonces un síndrome nuevo.

Los tiempos han cambiado, lo que antes fue la norma se convierte en excepción y ya no queda claro quién se aleja o permanece. Con el paso de los años son más los amigos perdidos que los nuevos y los asientos vacíos en el aula ocurrieron con más rapidez o frecuencia de lo esperado. Por alguna ironía injusta hoy parece más fácil planificar una reunión de clase a 90 millas de Cuba que en el mismo patio de recreo y quienes se quedaron llegan a sufrir cuotas de soledad compartida.

Mucho se ha escrito sobre la nostalgia del emigrado, pero mi generación ha despedido demasiados amigos y parejas con promesas mayormente incumplidas. Nadie nos explicó que la vida es demasiado dura y el mundo demasiado grande. Los que nos quedamos en Cuba llega el momento en que nos embarga la duda: ¿se fueron ellos o nosotros? Somos una generación que no escogió su circunstancia, ha podido decidir muy poco al respecto y reacciona alejándose de los dañinos extremos.

Quedarse aquí tiene un costo que algunos pagamos con más gusto que otros, tiene un precio al que muchos no están dispuestos y no dudarían en cambiar de bandera. Dura fue la batalla para legitimar el derecho a marcharse, luchamos incluso los que no aspiramos a ello porque eran nuestros amigos quienes se iban. Al final nos tocará a nosotros construir un país donde aquellos quieran regresar, pero ya empezamos con desventaja, hemos heredado una Cuba desangrada migratoriamente y en la que hay responsabilidades compartidas. Si buscamos bien encontraremos más de un síndrome sociológico en nuestras costas.

Durante mucho tiempo busqué un culpable por saquear mis más preciadas posesiones. No hay duda que el aeropuerto tiene una deuda personal que saldar pero la responsable es “la maldita circunstancia”, que nos da pocas opciones a los enraizados y anima a probar suerte fuera. Todavía hoy en día hay quienes llaman “gusanos” a los que se marcharon, quizás sea el rencor pasional, la envidia malsana o el dolor de quien ha despedido demasiados amigos y familiares. Todavía hoy existen familias separadas por razones que van más allá de la distancia, todavía recordamos a los que recibieron huevos y luego fueron recibidos como reyes.

Los enraizados tenemos una deuda con una parte de la emigración, aquellos que como nosotros nunca quisieron irse y no les dejamos otra opción. Les debemos una disculpa (política, social y moral) a los religiosos, rockeros, homosexuales y todos aquellos que no compartían nuestro rígido estereotipo social que era tan esquemático e influido por la experiencia soviética. Todavía resuenan en mis oídos las palabras de Diego en Fresa y Chocolate: “¿tú piensas que me voy porque yo quiero? ¿No te das cuenta que no me queda otra cosa que hacer, que no puedo hacer otra cosa?”

¿Qué haremos nosotros ahora que hay tantas señales preocupantes? Cuando era adolescente dedicábamos el tiempo en hablar de mujeres y alardear de nuestras conquistas, ahora los chicos prefieren hablar del extranjero y maneras de marcharse. El sentimiento de vivir en un país con una juventud hipotecada no es placentero, quizás solo lo compense la sensación de que estamos saliendo de la inercia y comenzando a movernos.

No me alcanzan los dedos para contar los amigos que he perdido, no me alcanzaría un aula para llenarla con los que se marcharon. Algunos fuera de Cuba no entienden por qué uno se queda voluntariamente y otros siguen amando a su país sin poner la política de por medio en una cuestión que es puramente patriótica. Nuestra generación tiene más valores de los que se cree pero está menos determinada políticamente que nuestros padres, quizás sea la consecuencia de la saturación política durante nuestra niñez.

Hace décadas preguntábamos por qué se marchaba la gente, pero ahora parece que lo “normal” es optar por la emigración. Cuando regresaba a Cuba hace una semana, me sorprendieron con una pregunta cruel: ¿por qué regresas? Hubiera podido repetir como Diego: no me queda otra cosa que hacer, no puedo hacer otra cosa…, pero no sería cierto porque estoy enraizado, porque el precio de la nostalgia sería demasiado alto.

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