Antes de que este jueves acuchillaran al principal candidato a presidente (después del proscripto Lula), Brasil había sufrido otro episodio grave. El domingo por la noche, después de que ya había cerrado, se incendió del Museo Nacional en Río de Janeiro. Creado en 1818, es la institución académica más antigua del país. Se perdieron para siempre 2 millones de piezas históricas.
Si se quemara el Estadio Maracaná lo que seguiría sería un funeral colectivo interminable. Una respuesta popular de indignación y violencia incontenible: nadie podría perdonar que sucediera algo así. El incendio del Museo, si bien ocupó espacios en diarios de todo el mundo y en Brasil fue tema nacional un par de días, cobró más notoriedad en el interés del público masivo por la espectacularidad del fuego y no tanto por las consecuencias en materia de pérdida irreparable de piezas históricas.
Que eso haya sucedido es un síntoma de que no había una apropiación del Museo por parte de las grandes masas. Es decir, no solamente la mayoría de los brasileros sienten al Museo como algo ajeno sino que lo que hay en su interior tampoco les resulta propio.
El público de los museos
“La estadística revela que el acceso a las obras culturales es el privilegio de la clase culta. Pero (…) los únicos excluidos son los que se excluyen. Dado que nada es más accesible que un museo y que los obstáculos económicos apreciables en otros ámbitos son allí escasos” escribió Pierre Bordieu en El Sentido del Gusto sobre el público de los museos.
Lo que hay en esa autoexclusión popular no es la imposibilidad económica de ir, sino sentir que ese lugar no es para uno o que no se tienen las herramientas necesarias para entenderlo o disfrutarlo. Bourdieu diría que allí no hay una “necesidad cultural”. Necesidad que sí tienen sectores ilustrados de las clases medias y altas. Y los turistas para su Instagram.
Brasil está lleno de personas tan dependientes de atender lo básico (alimentación, salud y educación) que no les interesa saber si los museos existen. “Hemos olvidado que los pisos de mármol son demasiado fríos para los pequeños pies desnudos” –escribió el antropólogo Duncan Cameron. Coral Delgado, sociólogo colombiano, refuerza ese concepto: “los museos han sido utilizados para el deleite de un sector de la población: ‘los bien-nacidos’, los ‘bien-alimentados’, los ‘bien-educados’”.
En Brasil puede quemarse el Museo Nacional así como si nada porque ese espacio, como la política, es algo habitado por pocos.
Ello explica que el Maracaná, a pocas cuadras del Museo, haya recibido como inversión 270 millones de dólares para el Mundial de 2014, pero el Museo Nacional contaba con un presupuesto anual de apenas 40,000 dólares: menos de lo que gana un juez, un diputado o un empresario medio en ese país por mes. No había ni siquiera presión de agua en las mangueras: “Las dos bocas de incendio más cercanas estaban sin carga”, dijo el líder del Cuerpo de Bomberos.
La pérdida
Uno de los meteoritos más grandes del mundo, hallado en 1784 y exhibido en el Museo desde 1888, no perdió la memoria y resistió las llamas. Pero no se sabe si algo más se salvó.
El New York Times hizo una enumeración de algunos de los objetos más destacados que podrían haberse perdido: “los restos humanos más antiguos encontrados en la región, una colección del antiguo Egipto que incluía un sarcófago del siglo XI a. C., un gato momificado y una colección de máscaras, jarrones, amuletos y estatuas, como la de una joven egipcia que databa de alrededor del 1500 a. C. Artículos de un amplio espectro de culturas brasileñas, entre ellos urnas funerarias de alrededor del año 1000 en la región del río Maracá, estatuas y jarrones de la cultura Santarém en la región del río Tapajós, un mortero del área del río Trombetas y una momia poco común encontrada en Brasil. Una colección grecorromana con más de setecientas piezas que llegaron a Brasil alrededor de 1850. Artefactos de los indígenas brasileños, incluidas muñecas, cestas, máscaras, vasijas, pendientes y otros tipos de joyería. Artículos de civilizaciones antiguas de toda Sudamérica, incluidos accesorios nupciales de los incas y una momia del norte de Chile”.
El ministro de Cultura brasileño, según Folha de Sao Paulo, habló de dos líneas de investigación sobre el origen del fuego: una es la caída de un pequeño globo aerostático y otra un cortocircuito eléctrico. Aunque, en el fondo, lo que realmente generó el incendio fue el abandono. La precariedad. Separar la cultura de lo popular.
En portugués el verbo “acontecer” se usa con mucha más frecuencia que en español: engloba un significado que en español dividimos en varios verbos, como “suceder” o “pasar”. Los brasileros dicen “algo aconteceu comigo” y no “me pasó algo”. En Brasil acontece que al principal candidato a presidente no lo dejan presentarse en las elecciones y que el principal Museo de Historia se incendia completamente. Y, a pesar de eso, no acontece nada. Sigue gobernando Temer y los bomberos juntan las cenizas del pasado. Tanto la prisión de Lula como el incendio son quiebres, acontecimientos en términos de Badiou, de los cuales emerge una verdad: luego de ser candidato a superpotencia, Brasil cayó en un abismo. Y en los abismos, la cultura se desvanece en el aire.
Es fácil adivinar qué le interesa a un Estado cuando abandona lo propio.
El fuego quemando una institución, como el incendio de Roma en el año 64 DC, el del Reichtag en Alemania en 1933, o las torres gemelas en Estados Unidos en 2001, son un arquetipo de la desgracia. Pero también suelen ser quiebres que inauguran la necesidad de una nueva verdad: acontecimientos. Pero en Brasil, y en Latinoamérica en general (Argentina desintegró esta semana su Ministerio de Cultura) los acontecimientos no acontecen y por ahora la desgracia solo trae continuidad.