Pared sin palabras

Un mural es casi tan consustancial a Cuba como las colas o los baches. Amén del rincón de la Isla donde se haya nacido, es casi imposible no recordar uno de esos: en el aula, en el pasillo de la escuela, en el centro de trabajo y hasta en la bodega de la esquina es posible todavía encontrar un mural.

Polvoriento o actualizado, sazonado o desabrido, casi siempre con posibilidad cero de cumplir su sagrado cometido: comunicar. Porque un mural cubano poco tiene que ver con las boards informativas engendradas por el hombre para compartir información única, nueva, de impacto.

Tampoco es, como podría imaginarse por su nombre, alguna obra de las “bellas artes”, estampada sobre un muro. Este, el mural cubano, se encuentra en el ala opuesta de la creación artística.

Se trata de un rectángulo donde se agolpan, no las penas, sino los formalismos transmitidos de época en época, de generación en generación. El reflejo de alguna orden que vino algún día, de algún lugar, y que persiste aunque nadie sepa a ciencia cierta exactamente para qué.

Una disección arrojaría casi de forma invariable las siguientes secciones: deportes (donde aparece recortada del Granma y amarillenta una noticia sobre la última serie de pelota); cumpleaños colectivos (donde se recuerda el onomástico de los compañeros en el último trimestre); cultura (donde casi siempre aparece una foto de Alicia Alonso o algo parecido) y las infaltables efemérides, las más empolvadas de toda la tabla porque no requieren actualización. El resto varía en dependencia del entusiasmo del colectivo pioneril, sindical o la vecindad.

Nada raro es descubrir que cierta información nunca llegó a los subordinados, vecinos, pioneros, pacientes, clientes y dolientes…pero que estaba en el mural, diría algún jefecillo.

Quizás, porque hace mucho la manera de comunicarnos cambió el tono, la intensidad, las maneras; y la cuadratura de un mural no sirve más, no moviliza, no convoca.

Porque el mural es de cierta forma eso, una reprodución del decir en una sola dirección, donde alguien, desde una pared, dicta y otros leen con los ojos al cielo, sin poder preguntar, interpelar.

Al mural se le pasa por delante corriendo. No hace falta mirarlo con mucha atención para descubrir que no está actualizado; pero incluso si lo estuviera, ¿a quién se le ocurriría llegarse a ese rincón para leer las mismas noticias que aparecen en el periódico, la radio, la televisión, el periódico, la radio, la televisión…? Y para mal de males, una selección de aquellas que alguien colocó allí para todo el colectivo.

Quizás quienes pasan los 50 recuerden cuándo surgieron los murales, muy probablemente la noción de “colectivo” atravesó entonces la idea. El mural contiene lo que todos, así en conjunto, “necesitamos” y “debemos” leer: “lo más importante”.  Pero esa idea del colectivo envejeció y el mural continuó en el mismo sitio, como reflejo de la inmovilidad de tantas y tantas instituciones que están detrás de ellos.

En algunos lugares el mural fue el punto de encuentro, o más bien, allí donde los compañeros salían a fumar. Entonces se publicaban los ganadores de la emulación, el estado pago de las MTT y el sindicato, una raya roja para los incumplidores, estrellitas para los destacados. Pero la emulación dejó de ser emulativa y a pocos les siguen interesando las estrellitas de cartón al lado de su nombre.

Quedó entonces el mural reducido al tablón feo, casi siempre mal ubicado, desvencijado y feo.

Al final de un pasillo a donde no llega nadie, debajo de una lámpara rota, o a la intemperie, este mural cubano es una seña de lo que se hace porque es una orientación que “baja”. No es posible emprender una campaña al estilo “rescatemos el mural”. Habrá acaso que reinventar la forma en que nos representamos, nos comunicamos, nos decimos, nos miramos.

 

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