Pin…tura blanca

Pasadas ya las 29 semanas, ó 7 meses, para que se ubiquen mejor, el bebo puede nacer en cualquier momento. A mi esposa, cosas de la vida, no le preocupa el precio del culero desechable, la tela antiséptica o la cuna sin barniz, sino su alarmante déficit de palabrotas para la ocasión: aparte de las dos clásicas –el paquete masculino desglosado- su repertorio no le parece suficiente para desahogar los dolores del parto.

-¡Enséñame más malas palabras!- me exige con la insistencia con que solo exigen sus antojos las embarazadas, como si yo recién desembarcara tras azotar los Siete Mares y someter a mis piratas a golpe de imprecaciones gordas e hirientes. Yo, que soy bitongo en Siguaraya City, y mis buenos tapabocas cogí por soltar ciertas perlas, mientras mi madre me preguntaba “dónde recoño aprendiste a decir eso”…

Quizás porque nos interesaba llegar a mayores con la dentadura intacta, los fiñes que fuimos solíamos enmascarar las palabras gruesas, y decíamos cosas como “cojontra” o “cojoño”. Atajábamos un carajo con un caramba, un coño con un concho, y cuando el berrinche lo ameritaba, proferíamos un pin…tura blanca que no decía, pero sí decía…

O éramos más educados, o teníamos más imaginación, o más temor a Dios: para no cometer la blasfemia de cagarnos en Él, decíamos “me caso en diez”… Su pobre madre, por el contrario, sí era mentada con más frecuencia, aunque luego nos disculpáramos.

Uno se sentía trasgresor por tonadillas que ahora se ruborizarían con ciertas letras reguetoneras. Algún día habrá que hacer la Antología Poética del Albañal, que legó clásicos como “yo soy como el aguacate / que en la mata me maduro / y si no me recogen pronto / me caigo y me parto el cura me dijo a mí…”. O aquella otra de “tú que eres poeta / y en el aire las compones…”. O las coplas de Cubanito, cubanito…

Con las primeras escuelas al campo mi vocabulario perdió toda inocencia, y citaba con más frecuencia la percha colgada sobre los hombros para cargar agua, haciéndome el grande para no desentonar. Como buen adolescente, expresaba mi rebeldía friendo huevos, soltando palabrotas y llevando la contraria porque sí. Nada que un oportuno gaznatón profiláctico no arreglara.

Una encopetada profesora de Español solía cuestionarnos la fijación genital al hablar, preguntándonos por qué no nos desafiábamos diciendo algo así como “¿Qué orejas te pasa conmigo? ¡Te voy a desnarigar todo, so copulado!”. Mmmm… No sé profe, no suena igual de contundente…

Ahora la palabrota es normal, cotidiana, diríase una gracia, más bien una desgracia… El abuso de las malas palabras les mata su exclusividad, su eficacia para enfatizar, las vulgariza de verdad, no en el sentido de quienes le meten el dedo chiquito del pie a la esquina del sillón y se contentan con exclamar un increíble “recórcholis”. ¡Cuando algo las lleva, las lleva! No me figuro yo murmurando, incómodo, “¡Maldición! ¡Me escuece el ano!”.

La mala reputación de ciertas palabras depende de dónde y cuándo sean dichas. En México cualquiera puede comerse un bollito caliente, y los siguarayenses serían los únicos que sonreirían socarronamente. Sin embargo, ay de nosotros si soltamos en Bolivia que queremos coger una guagua. Nos linchan por pedófilos… Pero no hay que  irse: aquí en Siguaraya City, los guajiros recién llegados oímos que en cada esquina hay un mojón, y nos partimos el cuello buscando boñigas o cagajones en plena urbe…

Para San Zumbado, patrono de los costumbristas siguarayenses, las verdaderas malas palabras no eran las tradicionales, esas que ayudan a descargar emociones, sino otros engendros como “reverbero” o “alcachofa”. Y es cierto, algunas palabras deberían ser proscritas por risibles, como “verija”, “sobijo”, “miaja”, “tabardillo” o “cochingo”.

A todas estas, tengo que estar preparado para criar a un macho-varón-masculino en una sociedad cada vez peor hablada. Y tendrá que oír ciertas cosas desde la cuna, porque no pienso cambiarle un pañal diciéndole “ay que rectico más defecaíiiiitoooo”, con esa ñoñería que le hablan los papás a sus bebés. Ni cuando lo enseñe a bañarse le voy a exigir tampoco que se restriegue bien el penecito. Faltara más, con el gran tesauro fálico de pistolas, pichas, pajaritos, piticos, rabitos y demás, patrimonio siguarayense…

Por eso cuando Eliurka me exige nuevas malaspalabras para amenizar el parto, le regalo unos arrumacos y le digo que no se preocupe, pero sobre todo que no joda, que lo suyo es cesárea programada…

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