Hasta anteayer —como aquel que dice—; hasta que ella emprendió su viaje hacia afuera del mundo tridimensional, más allá de este fatigoso valle de lágrimas, las calles del habanero suburbio de Lawton la veían pasar, majestuosa, señorial, corpulenta, con la mirada algo ida, como quien está fraguando una nueva empresa de colosos.
Se ha dicho, con toda razón, que cada ciudad tiene su símbolo. París tiene la Torre Eiffel. Londres su famosa torre. New York tiene a la Estatua de la Libertad. Río, al Cristo del Corcovado.
Y a aquella misma señora que paseaba por las calles de Lawton, a Jilma Madera, le tocó fraguar la enseña capitalina de Cuba: el Cristo de La Habana, la mayor imagen creada por una escultora en todo el planeta y cuya encomienda —según se cuenta— responde a una promesa realizada por Martha Fernández Miranda de Batista, esposa de Fulgencio Batista, luego del asalto al Palacio Presidencial.
Desde el margen oriental de la entrada de la bahía habanera, junto al complejo turístico-cultural “Morro-Cabaña”, el Cristo de Jilma nos bendice con la mano derecha, mientras la izquierda se acerca a su pecho, como si demostrara que su saludo es cordial, o sea, como si viniera —estrictamente hablando— desde el corazón.
Esculpida en mármol de Carrara, la estatua tiene veinte metros de alto, y la sostiene una base de tres metros. Por estar enclavada en una colina, su dimensión total llega a alcanzar los 51 metros sobre el nivel del mar.
Se trata, sin dudas, de un Cristo sui géneris, porque ante él recordamos la elección del poeta Miguel Hernández, cuando repudió al “Jesús del madero” por preferir la imagen del que “anduvo en la mar”. Y el Cristo habanero se nos muestra triunfal, serenamente invicto, frente al mar. “Me aparté de la imagen a que nos tenían acostumbrados quienes me antecedieron: un Cristo débil, frágil. Quise darle la austeridad, el amor y la fuerza que lo colocaron al lado de los pobres de la tierra”, comentó Jilma alguna vez sobre su obra.
No es casual, tampoco, decir que el Cristo de Jilma es un símbolo de cubanía. Decididamente, la escultora no se inspiró en el Apolo de Belvedere o en otro paradigma clásico a la hora de concebirlo. No, el Cristo habanero tiene rasgos que proclaman su condición mestiza.
¿Acaso ha de extrañarnos esto, en una tierra donde el poeta Nicolás Guillén invocó así a los santos?
“San Berenito y otro mandado, todo mezclado;/negros y blancos desde muy lejos, todo mezclado;/Santa María y uno mandado,todo mezclado;/todo mezclado, Santa María,San Berenito, todo mezclado,/todo mezclado, San Berenito,/San Berenito, Santa María,/Santa María, San Berenito, ¡todo mezclado!”