No debe olvidarse que la capital de Cuba siempre fue una encrucijada. ¿Acaso podemos olvidar que la llamaron Ciudad de las Flotas, Antemural de Indias, Llave del Nuevo Mundo, Margarita de los Mares?
Por aquí ha pasado todo el mundo.
¿Me decía usted que Albert Einstein también? Pues él, que no solo tenía olfato para la relatividad, sino también para la injusticia social, recorrió los barrios pobres habaneros para después dictaminar: “Clubes lujosos al lado de una pobreza atroz que afecta principalmente a las personas de color”.
Pero yo digo más: por las mismas calles capitalinas anduvo también cierto súbdito británico. Usaba una guayabera cubiche para evitar que lo reconocieran y se atracaba comiendo mangos.
Fue ese ángel, ese ser superior llamado Alexander Fleming, quien le regaló la penicilina al género humano, quien también disfrutaba en La Habana de su segunda luna de miel.
Tal vez Pedro Vargas, “El Tenor de las Américas”, pasase en esta Isla tanto tiempo como en su tierra natal.
Mientras, el boricua Daniel Santos, “El Inquieto Anacobero”, residía en las inmediaciones del habanero Parque Maceo.
Y Nat King Cole daba un salto hasta la capital cubana siempre que podía.
Era posible encontrarse, en una esquina, con Edith Piaf.
Debo insistir: por tierra cubana transitó todo el mundo. Sí, los famosos, incluyendo a alguien que obtuvo su notoriedad por una razón bastante singular en aquella época.
Por eso, estimados lectores que siguen estas líneas, les pido que sean pacientes pues debo presentarles enseguida a…
El personaje…
George William Jorgensen, hijo de un carpintero danés de igual nombre, nació en Nueva York en el año 1926.
Pero seamos precisos: vino al mundo específicamente en el Bronx, uno de ésos lugares que los sociólogos en su jerga profesional aséptica denominan “barrios marginales”.
Mucho después, en 1967, escribiendo su autobiografía, George se describiría en aquel entorno como “un muchacho frágil, rubio, introvertido, que huía de las peleas a puñetazos y los juegos rudos”.
Llega a graduarse de secundaria.
Y miren ustedes lo que son las cosas imprevisibles: pasa a formar parte de las tropas estadounidenses que combatieron contra el eje nazi-fascista durante la Segunda Guerra Mundial.
Después, siempre hay un después, le llegan rumores en cuanto a novedades quirúrgicas que se ensayan en el llamado Viejo Mundo. Es entonces cuando decide partir hacia Copenhague, Dinamarca.
Cuando regresa a su patria, ya no es George, sino una esbelta muchacha rubia envuelta en un vistoso abrigo de pieles.
El suyo fue el más escandaloso hecho de cambio de sexo de la época. Comenzó ocupando la portada del New York Daily News, mientras en otro periódico el caso fue noticia con el titular: “¡Exsoldado se convierte en belleza rubia!”.
En ese punto ya no era George, sino Christine.
A partir de entonces, actuaría en los escenarios de centros nocturnos norteamericanos, grabaría discos y hasta tendría más de un filme dedicado.
Si, pero de Cuba, ¿qué?
En 1953 Christine aterriza en La Habana, pero no viene desguarnecida. ¡Qué va! Su padrino es nada menos que Roderico Neyra, Rodney, o El Mago de la Pista, como le conocían en la escena artística.
Cuando presentaba ante el público a sus mulatas de fuego, el mar Caribe se retorcía con tsunamis y todas las tierras adyacentes temblaban. Fue Roderico Neyra quien hizo del cabaret Tropicana lo que fue y es: un sitio ante el cual sus homólogos norteamericanos siempre han sido una birria.
Y Christine también se apoderaba de aquel escenario, bailaba. Dicen algunos que lo hacía formalmente contratada por la empresa, que mucho sabía de publicidad.
Mientras, los eternos bromistas de la Orquesta Aragón entonaban un chachachá que, aludiendo a la ciudad donde se produjo el gran cambio de Jorgensen, decía: “Pa’ su escopeta, yo no voy a Dinamarca, / porque te cambian, compay, pa’ la otra marca”.
Jorgensen falleció el 3 de mayo de 1989, a los 63 años.
Tal vez recordaría siempre cómo se había ripiado1 en “el paraíso bajo las estrellas”, en Tropicana.
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Nota:
1 Ripiarse: cubanismo que hace referencia al acto de bailar desaforadamente.
Enrique Arredondo escribio una obra de teatro al respecto. Lo cuenta en sus memorias.