Asturias queda lejos. Se sale de Cifuentes por la carretera de Mata. Hay que bajarse en la entrada del antiguo central El Vaquerito, un camino flanqueado de palmas reales. Pero no se llega a Asturias por ahí: enfrente surge una serventía. La más sombreada que he transitado. Asturias aparece al final, en una arboleda, ceñido todavía por el cañaveral. Asturias queda tan lejos que muy pocos se aventuran a visitarlo.
La familia vivió aquí desde mi bisabuelo –Luis declara su genealogía en cuanto le digo que sólo he ido para visitar el viejo ingenio. Él se llamaba Justo Landa. Su hijo, mi abuelo, era Guarino Landa. Vinieron de Asturias, por eso le pusieron ese nombre al ingenio.
Es la clásica actitud del inmigrante: reconstruir el país natal. A veces basta un nombre. El ingenio Asturias aparece en un directorio publicado en Estados Unidos por 1894. Estos Landa fundaron una plantación y no la abandonaron nunca. Ni las guerras, ni la reconcentración, ni el tiempo encarnizado les hizo partir. Han estado aquí desde siempre. Con los mismos árboles, sembrando los retoños de la misma caña. Es un extraño caso de arraigo. Esa perennidad ha propiciado a Luis una memoria insondable. Tiene setenta años, pero sabe contarme rotundamente el siglo XIX.
En dos cuartos, al lado acá de la casa, vivían los esclavos –ya caminamos hacia la vieja residencia. Eso lo conocí yo: el cuartico del cepo, el yugo donde los ponían. Estaba atrás de la casa vieja, con los barracones. Ahí dormían trancados con candado. La puerta tenía unas llaves grandes que se usaban, un gancho y una cadena. Mi abuelo decía que ese era “el cuarto de las papas”.
El régimen de castigo de la plantación ha sobrevivido como un chiste: “las papas”. Luis Landa desciende de hacendados que se asieron a la agonía del sistema esclavista para continuar produciendo azúcar. Y ya no hubo más “papas” en el cuarto de atrás. Ni Asturias molió otra vez. Pero conservaron la tierra. Siguieron sembrando caña para el central vecino, y se quedaron ahí, con el cepo montado y los faroles encendidos. En octubre se cumplirán ciento treinta de la abolición de la esclavitud.
La campana del ingenio sigue ahí –me avisa Luis.
Ya la veo: está junto a la casa de vivienda. Cuelga de unos horcones.
Tiene la fecha de 1867 –me explica. Estaba puesta en el centralito, en un campanario. Mi abuelo contaba que vinieron los insurrectos, trajeron un mulo y la tumbaron para llevársela, pero aquello era imposible. Es incalculable lo que pueda pesar eso.
Doy un campanazo. Retumba en la llanura.
De ahí se cayó un sábado por la tarde –sigue Luis. Entonces mi abuelo trajo cuatro palos, cuatro horcones de jiquí, la subieron y está puesta ahí. Hace más de sesenta años que está ahí.
Asturias es un extraño caso de arraigo: la misma familia, el mismo paisaje, Cuba girando en torno, vertiginoso telón de fondo. Los huracanes y la canícula no erosionan estas piedras. Este caso cada vez me parece más raro. Asturias no está bastante lejos para evadir las vicisitudes. Pero se cae un muro y lo alzan. Así sobreviven a los desmoronamientos y a las revoluciones. Luis no comprende que a mí me extrañe.
–Esta tierra tiene que esconder algo…
Luis Landa lo toma literalmente:
–Aquí se ha buscado de todo y no hay ni una peseta. ¡Ave María, ni se sabe la gente que ha venido! Con aparatos, con todo, y qué va. No, aquí no hay nada.