El adolescente salió de San Francisco y Jovellar, del tramo comprendido entre poco antes del edificio de Fico Romillo y la farmacia de la esquina. Al frente, recién construido, el Parque de los Mártires, de los arquitectos Mario Coyula, Emilio Escobar, Sonia Domínguez y Armando Hernández, inaugurado en 1967 para evocar las luchas de los jóvenes universitarios justamente cerca del territorio donde habían ocurrido, desde la época Mella hasta la del Directorio. Un muro discontinuo que empieza con el fusilamiento de los estudiantes de Medicina, con sus cuerpos como esculpidos en un farallón, y culmina en la Sierra, no sin aludir a la caída a un costado de la Universidad de José Antonio Echeverría durante los sucesos del 13 de marzo de 1957.
Coyula escribió una vez: “Durante la ejecución del parque trabajamos por las noches, amarrando con sogas los sacos de yute y papel de bolsas de cemento para hacer las figuras que después se clavaban al encofrado por dentro, para dejar los bajorrelieves. Quisimos romper con la idea convencional de situar un monumento en el centro de una plaza, y en su lugar creamos la plaza con el monumento. Fue una expresión muy dura, pero abierta, que demandaba la participación activa de un espectador cuya capacidad intelectual decidimos respetar”.
Pero aquella Sierra de cemento también fue desde el principio escenario propicio para las “pruebas vikingas”, cabriolas aéreas inventadas por Guille el Cabezón, el hijo de la doctora, seguido por el guajiro Anael, el negro Pancho, Danilo Siete Dedos, Fernando Putumayo y otros muchachos de la barriada bajo el influjo de los filmes Prince Valiant (1954), Los Vikingos (1958), con Kirk Douglas y Tony Curtis, y de la serie homónima del programa “Aventuras” de la TV cubana.
Subiendo por Jovellar cruzó Infanta hasta alcanzar el parquecito Eloy Alfaro, el amigo ecuatoriano de José Martí y de la lucha por la independencia, con su busto enclavado bajo los árboles y una parada de ómnibus a un costado, frente a la tarja conmemorando el asesinato de Rafael Trejo por la policía el 30 de septiembre de 1930. Y en la misma esquina de 27 y M, a la izquierda, dio de plano con una de las obras de aquella modernidad habanera, un edificio blanco de amplios balcones erigido en los años 50 frente a una mansión de la Danza de los Millones, cuando El Vedado empezó a dejar de ser lo que era para convertirse en una poderosa urbe a golpes de fox trox, son oriental, fotingos y cinematógrafos con Douglas Fairbanks, Mary Pickford y Charles Chaplin. En ese edificio vivía el poeta Fayad Jamís (1930-1988), uno de los más intensos de su generación:
Con tantos palos que te dio la vida
y aún sigues dándole a la vida sueños.
Eres un loco que jamás se cansa
de abrir ventanas y sembrar luceros.
Con tantos palos que te dio la noche,
tanta crueldad, frío y tanto miedo.
Eres un loco de mirada triste
que solo sabe amar con todo el pecho,
fabricar papalotes y poemas y otras patrañas
que se lleva el viento.
Eres un simple hombre alucinado,
entre calles, talleres y recuerdos.
Eres un pobre loco de esperanzas.
Loma abajo, al final de la cuadra, se topó con una bodega que antes llamaron grocery, como la que estaba en Las Cibeles. Bajando por O, a veces saludaba a Lyana la amarga, allá arriba en su balcón del segundo piso buscando el aire fresco que venía del mar.
Frente le quedaba el Flamingo, uno de los tres hoteles construidos a fines de los 50, muy cerca del cabaret Montmartre, en Humboldt y P. Cruzando en diagonal la calle 25, en la misma esquina de O, vio como de soslayo el edificio donde había vivido el poeta Luis Cernuda (1902-1963) durante su estancia habanera, invitado por José Lezama Lima y Pepe Rodríguez Feo desde un estado de concurrencia llamado Orígenes. El poeta sevillano descubriría insospechadas relaciones entre dos elementos naturales de La Habana:
Como ciudad, parece existir por su cielo y quien quiera hablar de ella no puede hacerlo sin antes hablar de su aire. Para conocerla hay que mirar hacia arriba, y no en cualquier momento del día, sino de preferencia al atardecer.
Y más adelante:
Algunas ciudades conozco de cuyo atardecer guardo memoria: Sevilla y su poniente junto al río; Cambridge, con sus nubes marmóreas de verano paradas en círculo sobre el horizonte; México, tendido en su valle bajo la claridad roja y gris del crepúsculo. También en La Habana el atardecer es memorable: el aire ahí no se ensancha tanto como se ahonda, entreabriendo camino, como para unas alas, hacia el fondo mismo del cielo, en cuyas nubes o, mejor, en cuyos celajes, vibran los colores ensordecidos. La silueta de la ciudad entonces, al ahondarse de tal modo el aire sobre ella, parece descansar, igual que la superficie de un agua quieta, bajo la maravilla de su cielo.
Subiendo por 25 hacia N, a su izquierda estaba el promontorio rocoso, casi frente a la casa de su prima Magaly y al lado del edificio de Mayito, el de la placa medio rojiza Beatles 65 que sonó en una fiesta en casa de Ileana La Estrellita. Y en la esquina de 25 y N, la fabulosa mansión de Fausto García Menocal y Deop (1878-1943), hermano del presidente de la República entre 1913 y 1921, en la que los fiñes del barrio ubicamos historias de desaparecidos, hombres sin cabeza y fantasmas.
Al doblar por N a la derecha, escuchó la “La muchacha de la valija”, del saxofonista italiano Fausto Papetti, señal de que el programa “Nocturno”, de Radio Progreso, ya había empezado. Apresurando el paso, después de pasar por Las Cibeles saltó varios escalones para llegar a la tienda Indochina, en los bajos del Retiro Médico, y salió directo a una rampa para la entrada de autos. Tomó la acera de granito en su camino hacia la antigua Funeraria Caballero, convertida en Casa de Cultura después de aquel Congreso de arquitectos de 1963, y en 1968 en los Estudios Fílmicos de Animación del ICR, organismo dirigido entonces por el santiaguero Jorge Serguera (1932-2009), conocido como “Papito” y también por haber prohibido la música de Los Beatles en la televisión cubana cumpliendo “el espíritu de la época”. En la esquina de 23 y M cruzó la calle hasta un costado del edificio Alaska, construido en 1924. Volvió a brincar en N hasta pasar al lado de un muro de piedra, en L y 23, bautizado popularmente como “El Gajo” por las alteridades allí reunidas.
Finalmente, dobló a la derecha. A la entrada de Radiocentro, bajo aquellas luces amarillas más bien chillonas, estaban Iván, Tania y Celina, tickets en mano para ver en la última tanda Lucía, de Solás, y apretar un poco en las filas más altas y oscuras de la sala.