El mar de las historias tejidas

Foto: Yuri Zhivago

Foto: Yuri Zhivago

  I

La última vez que fui a la playa era de noche y había tal bullicio que el mar parecía ser mudo. Me senté con los amigos en la orilla de frente al horizonte. Un foco puntual alumbraba las olas que bailaban al ritmo de la música electrónica. Por un momento dejé a un lado los esfuerzos con la mulata de ojos verdes y encendí un cigarro. Habitualmente no fumo, solo en la extrema alegría o en la cólera marcada.

 Miré hasta donde me alcanzó la vista -quizás tres millas náuticas- y calculé que aún me faltaban 87 si quería vislumbrar a algún amigo al el otro lado del horizonte. Quizás en Cayo Hueso, frente a la boya roja con que tantos cubanos se retratan, alguien miraba hacia el sur tratando de encontrarme.

Terminé el cigarro y lo lancé al agua. Una ola me lo devolvió. Deseé que me regresara también todo lo que se ha llevado, pero el mar se quedó en silencio, en un silencio irónico. Entonces comprendí que me estaba mostrando su sentido del humor casi satírico y burlesco.

Dicen que la ironía es una tristeza disfrazada, esgrimida para no llorar; y el mar llora tanto que todos los años se come un metro de playa y hunde una isla en el Pacífico.

 Aquella noche de música electrónica, de cigarros a medio quemar y de ojos verdes me introduje en el agua. Yo sí sé nadar. A mí las olas me taparon los hombros. Entonces podría haberme convertido en la boya roja que no tenemos de este lado y marcar el comienzo del camino de las losas amarillas.

II

Mis amigos se aburrieron de jugar a las señales marítimas y rescataron a tres chicas que naufragaban cerca de nosotros.

Las dos de la mañana, a veinte metros de la orilla, no es una buena hora hacer relaciones sociales -al menos para mí. Pero el mar cuenta con un fino sentido del humor, por lo que no sorprende que la noche sea traviesa cuando se teja el azar.

La luz de la costa me daba en la espalda. El mareo “causado por las olas” me impedía seguir la conversación del grupo, pero una voz me increpó como si me conociera: “oye, hace rato estás mirando pa´ allá, se ve que estás loquito por irte pa´l Yuma”.

Le dije que no, que nunca había pensado en eso. Ella me respondió que tampoco lo deseaba, que teníamos “algo en común”. Lamenté a mis adentros que para los cubanos querer quedarse en la isla sea algo excepcional, una coincidencia que justifique la frase “tener algo en común”.

Ella hablaba y hablaba y yo casi no entendía. Me decía que tenía una linda familia y una hermana jimagua. Yo le pedí un cigarro y le dije que el mar tenía algo de broma. Ella no comprendió. Le expliqué que coincidentemente mi madre también tenía una melliza. Me preguntó por sus nombres. “Omayda mi tía y Oneyda mi madre”, respondí.

– Con nombres parecidos y todo,  igual que yo.

Le comenté que ciertamente esa era la regla general, pero que en el caso de mi madre sí era pura coincidencia. La intrigué diciéndole que la mano de la emigración había determinado tal casualidad.

En ese momento mis amigos decidieron regresar a la playa. Me alegré porque así no tendría que contarle la historia a la muchacha y en breve me reencontraría con la mulata de ojos verdes que nos acompañaba.

III

Mi abuela tenía veinte años y una panza que le impedía caminar. Recién llegaba a La Habana desde Minas de Matahambre -entonces un pueblo en bonanza del norte de Pinar del Río-, para radicarse en Zamora, barrio humilde entre los humildes barrios de Marianao.

Mi abuela tenía una panza enorme y unos brazos secos, y un pelo negro chorreando sobre la espalda. Ella no sabía que en menos de seis meses se escondería bajo la cama: en cada brazo una niña y bombas sobre el tejado.

El zumbar de los aviones enmudecía sus gritos, y el llanto de las niñas alimentaba su llanto. Allá en Columbia las paredes se bañaban de fuego, y en el patio de mis abuelos caía el plomo de los casquillos calientes.

Desde la sala de la casa se veían los pilotos de las aeronaves. Se podía respirar también el olor a pólvora y la fricción del aire con los aparatos. Las flechas giraban nuevamente en dirección al aeropuerto de Ciudad Libertad. Todos vivían la inolvidable primavera de abril del 61´.

Pero cuando mi abuela recién llegó desde Minas de Matahambre, el pueblo silencioso del norte de Pinar del Río, una panza enorme le impedía caminar.

Las citas en la Casa de Socorro de 114 y 51, las piernas hinchadas y mi abuelo en el trabajo. Las llamadas imposibles a las Minas, los quehaceres de la casa y mi abuelo en el trabajo. El día en que llegó la hora, la Casa de Socorro en Marianao, la ambulancia, Maternidad de Línea y mi abuelo en el trabajo.

Mi abuela parió sola una mañana de diciembre de 1960. Mi abuelo llegó tarde porque estaba construyendo el país que nunca ha visto.

Afuera del hospital era una típica jornada de invierno. Las amas de casa visitaban los comercios que quedaban abiertos y los niños redescubrían la historia en las escuelas. Mientras, algunos burócratas se empeñaban en separar familias y estirar las olas.

 El obstetra de turno, fiel compañía de la joven madre, le puso en los brazos dos niñas cuando ella solo esperaba una. El doctor era uno de los mil médicos que se quedaron en la isla; su hija una de las 300 mil personas que emigraron. Los padres solo tenían un nombre y eran dos criaturas; y al médico le sobraba el nombre de la hija que se fue.

 El galeno pidió, en una especie de sosiego al desarraigo, que a una de las mellizas le pusieran el nombre de quien cruzó el mar sin mirar atrás. Ese mismo día mi abuela salió a la Avenida de los Presidentes con una niña en cada brazo: Omayda, como quería mi abuelo; Oneyda, como rogó el doctor.

IV

Han pasado cincuenta y tres años desde que nació mi madre. Anochece y estoy sentado en el piso de un parque. La estatua de Salvador Allende me da la espalda.

 Hace mucho tiempo, mientras las hijas de mi abuela aprendían a contar con los dedos, llegó el éxodo de Camarioca. Más de un cuarto de millón de cubanos abandonó el país.

 Cuando mi madre tenía veinte años empezó a dar clases de marxismo-leninismo en una escuela de Palmira, a más de 300 kilómetros de La Habana. Ese año, luego de disfrutar el histórico cuarto lugar en las Olimpiadas de Moscú, al país lo dividió el Mariel entre el quédate o vete.

 La isla se volvía loca cuando mi madre cumplió los 33 años de vida. Por entonces tenía un niño en los brazos y mil desconsuelos. No era la única. Después, en agosto, la gente rompió las vidrieras de las tiendas. En la radio un periodista admirable dijo que la escoria antisocial se había lanzado a las calles; la misma noche otro colega, admirable también, lloró porque en el plato de su hija solo había col hervida.

 En 25 días dejaron las costas 36 mil cubanos. A un ritmo de casi mil 500 por día, de 60 por hora, de uno por minuto.

Como el mar, veladamente irónico, puede tejer el azar, no dudo que en Estados Unidos algún balsero se haya encontrado con Oneyda, la hija que probablemente el doctor murió sin volver a ver.

 Hace cincuenta y tres años que mi madre nació. Anochece y estoy sentado en el piso de un parque. Despido a un amigo que se va. Parece un deja vu colectivo.

 Uno, que es un sentimental del carajo, se alegra y se lamenta a la vez. El otro día en una obra de teatro dijeron que ya no se podía ser sensible, que se sufría demasiado. Julius Fucik, luego de las palizas recibidas en la cárcel, escribió que le alegraba sentir dolor porque era la muestra palpable de que aún estaba vivo. Tiempo después el dolor lo abandonó.

 Estoy sentado en el piso del parque que hace cincuenta y tres años mi abuela atravesó con dos niñas en brazos. Una se llamaba Omayda, como quería mi abuelo; a la otra le pusieron Oneyda, como la hija que se le fue al doctor. Despido a un amigo que engrosará la lista de 48 mil cubanos que emigran cada año. No sé cuándo volverá. La historia, como el mar, tiene su sarcasmo. La emigración es un rayo que no cesa.

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