Hubo un tiempo en que la Alegría se mudó de aquellos parajes y parecía que no iba a volver. Dicen que por eso el agua es más salada, por la tristeza. Los pescadores regresaban con los chinchorros llenos, pero no había entusiasmo. Días y noches sumaban años, como si nada. Solo las torres del antiguo central y los más viejos permanecieron para contar la historia. Se aferraron a lo único que salva: la cultura, el arraigo más empedernido y visceral, fundado sobre un enfrentamiento simbólico y eterno entre salineros y productores de yeso. Y sobrevivió el pueblo.
Punta Alegre, al noroeste de Ciego de Ávila, en una esquinita de Chambas que le han robado al mar, recibe al viajero con aire fresco, y se le pega a uno la sal en la cara, como un beso. Saltan a la vista los contrastes y no puede el extraño más que asombrarse y sobrecogerse. Durante todo el año la gente va y viene con su mundo sobre los hombros, pero en el verano corren a la playa, a desprenderse de sus penas, y las dejan al sol para que se marchiten, desaparezcan…
El agua no es tan clara, la arena no es tan fina, pero acaso esos son razonamientos del viajero que no conoce, que no ha vivido, que no siente de la misma forma ese pedazo de mar que acaricia a la tierra, una y otra vez, sin fatigarse. Al final, se da cuenta el extraño, es intrascendente que no clasifique como la playa más bella del mundo.
La Alegría regresa, al menos en julio y agosto. El viejo muelle despeinado, ahora es solo parte de un paisaje raro, pero sugerente, que no hace sino agregarle belleza, afectos, nostalgias. En la orilla, la gente deja que el agua saladísima le roce la piel y le susurre cuentos de pescadores, de minas de yeso, de un central que ya no interrumpe el silencio del pueblo, de salinas blancas como el Polo Norte.
El Polo Norte… ¿Será alegre el Polo Norte?