Ayer llovió muchísimo en La Habana, tanto que la inauguración del Carnaval, prevista para un segundo después del cañonazo de las nueve, tuvo que ser pospuesta. Los habaneros tuvieron que suspender el jolgorio y correr a guarecerse debajo de los portales cercanos al Malecón.
La lluvia es así, a veces inoportuna.
Pero también trae sus regalos. Es su manera de desagraviar. Ayer después de mucho tiempo volví a ver barcos de papel navegando por las cunetas de las aceras. Barcos blancos, construidos sin buscar la perfección, hechos también de papel periódico, en fila india, atropellándose para alcanzar el primer lugar, impulsados por la corriente de agua y por los gritos alborozados de los niños. Hacía tiempo que no veía niños divertirse así, de una manera tan natural, casi inconscientemente. Pero allí estaban ellos, en medio del ajetreo de la ciudad, casi cuando caía la tarde, cuando ya nadie prestaba mucha atención a la posible magia que podría salir de cualquier rincón. Y su alegría fue la mía.