Posiblemente Marcelo, un simple pescador, sea el hombre más alto de la comunidad de Cuatro Caminos. Posiblemente también sea quien más engañe con su apariencia. Mientras está en tierra, sólo deja ver un señor rutinario que espera pacientemente otra oportunidad para extraer las riquezas del mar que le proporcionan un humilde sustento. Sin embargo, cuando logras penetrar en su mundo te percatas que todo es mera fachada.
Tal vez la facilidad con la que no se le escapa un pez, fue la misma con la que detectó aviones en una época de su vida. Quizás la destreza que adquirió en misiones especiales fue la que le permitió lanzarse a las aguas del golfo. Marcelo Hechavarría Reyna se convierte en un libro de anécdotas una vez que es seducido por la nostalgia y el recuerdo, pero una especialmente deja boquiabiertos a quienes la escuchan por primera vez.
Fue en el año 80, en saludo a la Olimpiada de Moscú que surgió la idea de nadar desde Batabanó hasta la Isla de la Juventud. Según cuenta Marcelo, a lo largo del país se hacían otras iniciativas como bojeos y recorridos en bicicleta. Entonces la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) del municipio Bejucal no quiso quedarse atrás y junto al Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (INDER) planificaron la travesía que este hombre revive.
Sólo la historia local y la memoria de los participantes que aún viven guardan el suceso. La acción se desencadenó luego de varios meses de un arduo entrenamiento que partió únicamente de su interés y sacrificio. Junto a él nadó un amigo al que todos conocen por Gandulla, hoy no se encuentra para atestiguar esta historia.
“Salimos un viernes por la noche de Batabanó. Con nosotros iba una lancha que disponía de todos los recursos necesarios para asistirnos. Al principio nadábamos durante tres horas, luego redujimos a dos, producto al cansancio. La travesía demoró alrededor de 39 horas, recuerdo que llegamos a la Isla el domingo”, cuenta Marcelo.
Si bien la iniciativa partió desde el nivel institucional, fue materializada gracias al esfuerzo de los participantes. Los pertrechos y el personal no fueron un problema, y según nos narra este testimonio, hasta la jaula contra tiburones fue construida por el propio equipo. Sólo la disposición y el deseo por marcar una pauta permitieron la realización de aquel proyecto.
“Toda mi vida sentí apego por el mar, no le temo, de hecho hoy vivo de él. El carácter aventurero nació conmigo, creo que esto, junto a mi preparación física hizo posible que lograra nadar los 100 km que separan la Isla de Batabanó. Muchos desconocen esta historia, pero en su momento impactó, sobre todo en nuestro municipio”, expresa.
Dentro de las anécdotas que cuenta Marcelo sale a la luz una experiencia emocionante y al mismo tiempo aterradora. Por aquellos días un mal tiempo los sorprendió a mitad de la travesía. Fueron instantes de conmoción porque el mar se puso violento y la fuerza de las olas desató algunos tanques que hacían flotar la jaula.
“Imagínate, esa vivencia entre tantas que he tenido, cuenta como una de las más relevantes. Estuvimos casi un día bajo aquella situación, en una embarcación poco resistente, y encima la jaula fue construida casi artesanalmente. Eso también incidió en el tiempo que demoramos para llegar, porque así no podíamos nadar. Por suerte la sangre no llegó al rio y no tuvimos que lamentar la pérdida de ningún compañero, pero el panorama se puso bien feo”.
Posiblemente estas líneas sean las primeras en resucitar una historia que tiene ya treinta años en el recuerdo de unos pocos. La aventura sólo se quedó en el revuelo de las personas al escucharla, en las páginas de algún que otro diario, en fotos y documentos que hoy pertenecen al museo municipal de Bejucal, pero primordialmente en la memoria de aquellos que, como Marcelo, se lanzaron a ella bajo la única retribución del reconocimiento social y el enriquecimiento del alma.