Bestias ebrias

Foto: Guillermo Seijó

Foto: Guillermo Seijó

Año 2005. Yo tratando de sacarle la historia que no quería contar, y el viejo Caro cambiando el tema. Porque ya cuando uno llega a viejo cree que toda su vida es un hilo serio que se revienta al final. Pero todos tenemos momentos. Y el viejo fue un jodedor. Le gustaba beberse una botella de Coronilla en dos largos tragos.

Nunca quiso contarme esa porque no le gustaba mucho aquel alter ego que se le reflejaba. Fue el hijo de uno de sus mejores amigos quien me puso el cuento: el Titi, el hijo del difunto Ramón.

Vengo a decirle Ramón ahora porque escribo sobre él, pero para mí siempre fue papi, otro viejo cercano y legendario de mi vida, alcohólico además.

***

Año 1965. Central de ambulancias del emergente pueblo Sandino. A Ramón y Caro los estimularon por sus resultados ante el colectivo. Eran choferes tan fervientes que apenas dormían un rato recostados a las puertas de sus ambulancias. Eran capaces de manejar de noche y sin luces por todas las curvas y los baches que pudo tener la carretera central desde el Cabo de San Antonio hasta Pinar del Río durante ese tiempo. Acaso una vaca suelta los podía sorprender, pero sabían incluso dónde existía esa posibilidad.

Siendo los mejores en la amistad, tuvieron suerte también para que les regalaran unas bicicletas rusas, sensación del momento. Cuadro resistente, pedales aún se ven en otras bicicletas, asiento de cuero con par de muelles que daban un sonido especial a la amortiguación. Dinamo, luz, color verde lumínico, gomas… “lo más grande de la vida”, frase clásica de mi abuelo.

Lo de las bicicletas había sido un comentario hasta que se las entregaron aquel día. La cadena tenía grasa de conserva todavía. Ellos contentísimos. Bajo la sombra donde parqueaban las ambulancias les hicieron el acto de entrega y la gente aplaudía por los dos.

Para Caro, la victoria era doble. Al fin demostraba valía ante una joven que trabajaba de enfermera de primeros auxilios: Haydée, mi abuela. Ella aplaudía y él se regodeaba y se hacía el interesante. Le posaba la mano en el hombro a Ramón, quien sabía que estaba en pleno plan conquista.

Luego del acto se acercó a la muchacha y le dijo: “Ya no tendrás que irte a pie para la casa de ninguna manera, si no te llevo en la ambulancia, te llevo en mi bicicleta rusa…”. Y Haydée le hacía la cara de “alardoso”.

El mismo día los liberaron al mediodía. Pasaron por la casa de Ramón a dar un mantenimiento leve a los nuevos medios de transporte y decidieron irse hasta la Fé, un pueblo costero a 9 kilómetros de Sandino. Allí siempre sabía mejor el aguardiente Coronilla de la zona. Costaba 9 escasos pesos con 60 centavos.

Y partieron los dos ciclistas, hablando unos tramos y otros corriendo, como solían hacer en sus ambulancias.

***

Uno sostenía las dos bicicletas y el otro fue a la barra del Círculo Social de la Fé. Pidió dos botellas y pagó con un billete de 20 pesos. Dejó su propina y ambos continuaron viaje hasta el muelle.

Se sentaron a ver el atardecer. Entre dos amigos sobraban los temas de conversación. Allí mismo pudieron planificar el secuestro de mi abuela, cuando Ramón la sacó a escondidas de su casa con su complicidad para que se casara con mi abuelo. Pero esa es otra historia, buenísima.

Pasaron las horas y la circunstancia del alcohol en los cuerpos comenzó a aguar la noche. Cuenta el Titi que mi abuelo era muy guapo y esa noche Ramón tuvo que agarrarlo porque había tenido una porfía con un pescador de muelle.

Que si un pez halaba más que otro y que si el otro halaba más que el uno… el caso es que las malas pulgas se le salieron a Caro y no dudó para irse a las manos con el pescador. Ramón no dejó que se calentara el ring y lo convenció de que era casi medianoche y tenían que irse dando pedal después de unas cuatro botellas.

Así emprendieron regreso. Caro contando las mil versiones de la bronca que Ramón no dejó ser: “Yo lo estaba calculando para cuando él me fuera a golpear esquivarlo y darle un puñetazo y luego tirarlo al agua, y si no le entraba por los pies y lo ponía de cabeza contra el piso… ¿Qué se habrá creído el insolente ese?”.

Luego la borrachera lo hacía perder la coordinación y caía rotundamente en la carretera. Ramón iba al suelo también porque estaba demasiado cerca o demasiado ebrio. Finalmente lo que llegó a Sandino no fueron aquellas bicicletas rusas famosas y resistentes, más bien un par de malas copias. Cuadros jorobados, gomas ponchadas, rayos partidos…

Lo que milagrosamente no sucumbió en el trayecto fueron las últimas dos botellas de Coronilla que había comprado Ramón antes de salir; tanto cuida el borracho su trago…

***

En el lugar donde años después construyeron la funeraria del pueblo había un extenso placer donde los guajiros solían amarrar sus bestias. Caballos y bueyes pastaban la noche entera allí, cerca de la casa de sus dueños. Eran tiempos donde se podía dormir tranquilo porque no se robaban los animales.

Allí estaba Perico, el caballo del viejo Lecherrés, un animal manso como una paloma. Grande y fuerte que asustaba, pero demasiado noble.

Mi abuelo y su amigo hacían bromas extremas y aquella noche, llegando de la Fé en condiciones altamente etílicas no hubo que pensar tanto: las dos botellas que sobrevivieron a la odisea se las dieron a beber a Perico.

El caballo no sentía el ardor en la garganta, se las bebió como un ternero, los del campo dirían: “A clun clun”.

Al jamelgo lo emborracharon por lástima también, porque su dueño acostumbraba a darle poca agua y mucho trabajo.

Había un roble pequeño al borde de la carretera y allí se sentaron hasta las seis de la mañana, la hora en que Lecherrés comenzaba sus labores con Perico. Querían ver la reacción de la bestia.

Vivía cerca el hombre. Se escuchaban los sonidos de los calderos de su casa, porque no desayunaba nada frugal. Lecherrés era de comerse un plato de arroz y frijoles con carne cuando se levantaba.

Como todos los días venía con lento andar a buscar a Perico para engancharle un coche muy pesado. Apenas el penco lo divisó, abrió la boca con los dientes fuera para comérselo vivo. Tan duro haló que partió la soga.

Iban el viejo delante corriendo desaforado y Perico atrás en su captura. Por mucho que trataba de evadirlo estuvo a punto de perder una oreja, porque los dientes del animal sonaban como castañuelas a centímetros de su cabeza.

Atravesaron la casa de Lecherrés. Entraron por la puerta delantera y salieron por la que daba al patio donde estaba su mujer echándole maíz a las gallinas.

El barrio amaneció con los gritos del viejo. Al principio todos asustados pero luego reían su graciosa agonía. Dieron dos vueltas completas a la manzana, y si no es por Manuel, un vecino que atajó a Perico, la cosa termina fea.

Bajo aquel roble quedó uno de los ataques de risa más grandes de mi abuelo. Luego lo cortaron con una motosierra en vísperas de un ciclón. Lecherrés hubiera pagado por la captura de quienes le habían emborrachado a Perico. Las bicicletas solo duraron un día. Por años se oxidaron en un rincón. Caro y Ramón no tuvieron chance de repararlas nunca.

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