Ahora que la Universidad de Oriente (UO) cumple setenta años, no puedo evitar un vistazo de nostalgia. Repaso en la memoria aquellos tiempos en los que, junto a tantos, como tantos, me senté en sus aulas, anduve por sus pasillos, dormí –y otras cosas más– en su beca, grité a voz en cuello su nombre como grito de guerra en las competencias universitarias.
Llegué a la UO directamente desde mi natal Camagüey, sin haber pisado nunca antes Santiago de Cuba. Lo hice en un tren ferroso y demorado, junto a mi padre, que se empeñó en acompañarme en aquel trance totalmente nuevo para mí. Él, profesor universitario al fin, sabía lo intimidante que puede ser el salto a la universidad. Y tenía razón.
Cuando matriculé en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanísticas –que así se llamaba entonces– me sentí un tanto acomplejado. Otra vez me tocaba ser el novato, el recién llegado. Solo que ahora no me estrenaba en una escuela cualquiera, sino en una sacrosanta institución universitaria, en la que –según creía–, jóvenes cultos leían a Shakespeare como tomarse un vaso de agua, y discutían sobre la filosofía de Kant y el Neorrealismo Italiano.
Yo no era precisamente un campesino iletrado que era necesario alfabetizar, pero ante la posibilidad de tanta manifestación de cultura me sentía abrumado e indefenso. Me imaginaba entrando a una academia a la usanza platónica en calidad del más modesto aprendiz, y me había propuesto beber todo el conocimiento que me fuera posible. Una auténtica prueba de fuego, como diría algún narrador deportivo.
No voy a referir desilusiones, frustraciones u otras especies similares. Aunque entonces la realidad me pareció un vacío insondable, lo cierto es que sí encontré en la hoy septuagenaria UO a personas que satisfacían mis altos e ingenuos ideales de adolescente intelectual. No eran muchos, pero los había.
No vestían los batilongos clásicos, ni se ponían trencitas de laurel, ni hacían juramentos secretos ante la tumba de algún monstruo sagrado de las letras universales, pero estaban. Eran tipos normales, joviales o huraños como cualquiera, y a diferencia de la visión tradicional del genio, no pasaban todo el día por las encumbradas cimas del conocimiento.
Vivían en la beca, pared con pared, tomando café recalentado en una taza colectiva, dejando la cama sin tender, haciendo la cola del maltrecho comedor, cuando ni siquiera daban pollo un día a la semana. No hacía falta coger una guagua para verlos. Los tenía a mano.
Recuerdo al melancólico Albert, que ni siquiera terminó la universidad por ese lugar común que son las ironías del destino. Recuerdo al sensible Pavloski que citaba a Nietzsche, y que lloró como un infante toda una madrugada cuando la facultad despedía a su mejor poeta manzanillero, a su más hilarante defensor de Martí y de la Original de Pachi Naranjo.
Recuerdo también al piquete de la Peña de los Raros, poetas, trovadores, titiriteros y bailadores de santo, gente buena que con casi nada trocaban la normalidad de las noches en una radiante epifanía. Tanto me sensibilizaron estos poseídos, que a su partida no pude evitar el riesgo de mantener la Peña, un remake que nunca igualó el despliegue original.
Y recuerdo al grave Ismail, que acogió nuestro abandono peñístico en su regazo melviliano, entre las charlas sobre la poesía de Borges, la semiótica de Eco y las películas de Kurosawa con que pasábamos los apagones. El versátil Ismail, que por igual leía a Léon Bloy y jugaba pelota con nosotros, los bullangueros, en las salas de estar del edificio F.
No han sido los únicos de su tipo en la UO –por supuesto– ni lo serán, pero al menos durante mis primeros años de estudiante fueron como un oasis en medio del Sahara, como islotes en un océano de insensibilidad. Cuando el último de ellos bajó por última vez la escalinata de la beca, sentí que la universidad se quedaba tan vacía como las ciudades abandonadas por los mayas en la selva.
Han pasado algunos años desde entonces, medianía de los difíciles 90. De más está decir que sobreviví a las sucesivas graduaciones, que encontré otros asideros en los que capear las tempestades del tiempo, que me gradué yo mismo sin demasiadas sombras de trauma.
Encontré nuevos amigos que me abrieron nuevas puertas. Tipos más jóvenes y geniales también, a su manera, como Palmiche. Alguna tarde de marzo o de noviembre descubrí libros o filmes asombrosos, y los disfruté pensando cómo los hubieran paladeado mis sapientes antecesores. Y compartí estos descubrimientos con alguno de mis no menos sapientes contemporáneos.
A mi salida, la universidad ya no me parecía el descalabrante abismo al que me había asomado años atrás. O al menos el abismo lucía menos profundo; las crestas, menos escarpadas. Había aprendido que uno mismo debe llenar los vacíos que nos rodean, aunque parezca cosa de locos, y no sentarse a esperar por el advenimiento de una ilusión, porque las manzanas caigan siempre por gravedad sobre nuestras cabezas. Newton hubo uno solo.
La UO –la universidad cubana me atrevería a generalizar– no será ciertamente la academia platónica pero lo que ella representa, lo que en ella existe hasta por carambola, es suficiente para llenar esos aparentes o reales vacíos que al principio –y desgraciadamente muchas veces hasta el final– pueden trocarse en amargas decepciones. Una vez fuera de sus aulas, de su beca, resulta difícil encontrar una atmósfera más propicia para crecer intelectual y humanamente.
Tiempo después volví a encontrarme con Ismail. Además de más gordo y pelado, tenía un cierto aire de cansancio, de madurez. Y aunque su carácter no había variado, me pareció que, en vez de pocos años, había pasado un siglo.
Cuando me vio, se le iluminó el rostro. Estuvimos conversando un buen rato. “No sabes –me dijo– lo mucho que extraño aquella época; lo difícil que se me hace hoy hablar de Kurosawa y Herman Melville. Sin poses ni borrachera intelectual”, aclaró (Él, mi amigo, habla así. Aclaro).
Bien lo sabía también yo. Bien lo sé todavía.