Vamos al malecón… de Santiago

Foto: Eric Caraballos0

Foto: Eric Caraballoso

Pues sí, ya Santiago de Cuba tiene su malecón. No es que la noticia sea de ayer –su apertura oficial fue en julio pasado, durante los festejos por los 500 años de la urbe–, ni que el hecho tenga un cariz extraordinario. A fin de cuentas, parece natural que una ciudad se empeñe en engalanar su cercanía a la bahía que circunda.

Tampoco el problema es que el malecón sea, en sí mismo, un problema. En lo absoluto. A pesar de su acelerada construcción, cuyas huellas pueden rastrearse sin gran esfuerzo en las superficies nunca rectas de las numerosas jardineras-bancos y del propio muro con vista al mar, el sitio le ha impregnado un nuevo espíritu y significado a una zona histórica que padecía desde hacía algunos años cierta desidia y olvido institucional.

Bien visto, el malecón se ha convertido en uno de los espacios más concurridos del Santiago actual. Su edificación ha hecho que buena parte de los santiagueros se encaminen hacia allá a pasear con su familia y que los visitantes que llegan a la ciudad en cualquier época del año tengan una nueva y atractiva fotografía para alimentar sus recuerdos. Y ello es bueno no solo para el turismo, sino también para las dinámicas sociales, citadinas.

Foto: Eric Caraballosa
Foto: Eric Caraballosa

Lo que sucede con el malecón –al menos lo que me sucede personalmente, al igual que a otras personas que así me lo han comentado– es un problema más bien del lenguaje y su significado. Me explico:

Si nos remitimos al sentido llano de la palabra, “malecón” es aquel muro grueso construido a la orilla del mar para contener la fuerza del agua. Así, más o menos, dice el diccionario. Sin embargo, la mayoría de los cubanos, e incluso no pocos asiduos de otras partes del mundo, tiene de ella una representación más precisa, casi arquetípica: el malecón de La Habana.

Para cierta zona del imaginario nacional, y con perdón de Cienfuegos, Manzanillo, y cualquier otra ciudad de Cuba que proclame con orgullo su propio muro frente al mar, las palabras malecón y Habana son prácticamente sinónimos. Puede que sea una visión un tanto reduccionista, y hasta injusta con los muchos edificios y lugares emblemáticos de la capital cubana, pero aun así resulta certera. Quítele usted el malecón a La Habana y le habrá mutilado el alma, el latido de su propia existencia.

En cambio, el malecón de Santiago de Cuba es diferente, tanto en extensión y forma como en connotación. El vocablo malecón en el contexto santiaguero pesa mucho y dice poco. ¿En verdad le hacía falta a Santiago un malecón, no ya como muro, sino como palabra­?

Foto: Eric Caraballosa
Foto: Eric Caraballosa

Las autoridades de la ciudad, muy entusiastas con la construcción de la obra, fueron más mesuradas en cuanto a su concepto. “Paseo marítimo” es el nombre oficial del sitio, uno más atinado no solo porque le resta peso simbólico al malecón en sí, sino porque incluye en el lugar todo lo que rodea y davida al muro: parques, murales, luces de llamativo diseño, establecimientos para comer y beber, áreas deportivas. El mar, mientras tanto, queda detrás de todo, como un elemento secundario de la escenografía. Y eso es precisamente lo contrario de este “malecón” con respecto al malecón de La Habana.

Al malecón de La Habana apenas le basta con el muro y, sobre todo, con el mar. Con el horizonte azul, la vista que se pierde, el misterio –o la certeza– que esa línea representa. Tal es la verdadera sustancia que lo distingue del resto de la metrópoli: el malecón es, por encima de todo, el mar, la libre y seductora masa de agua que no puede agotarse en una mirada y que sugiere todo lo que puede sugerir la infinitud.

En Santiago, por el contrario, hay mucha alegría y trasiego en los alrededores del malecón, incluso barcos cruzando la bahía, pero hay poco mar. La vista llega sin dificultades hasta la otra orilla, hasta sus industrias y montañas, y ante la ausencia de retos, de misterios, da la espalda al agua oscurecida y regresa al parque, los faroles, las cervezas y los juegos infantiles. Si no fuera por la brisa y el olor a salitre, el muro parecería apenas un banco más.

Aun así, los santiagueros agradecemos la existencia del nuevo sitio. La mayoría, sin escrúpulos conceptuales, le llaman y le seguirán llamando malecón, a pesar de la nomenclatura y el tino oficial. Otros, como yo mismo, seguiremos teniendo nuestras dudas. Pero lo innegable, por encima de la semántica y las pifias constructivas, es que el sitio existe para todos, como el mar mismo, como la bahía de bolsa que observa cautelosa a la ciudad que vuelve hasta sus límites, pletórica de luces y algarabía.

Foto: Eric Caraballosa
Foto: Eric Caraballosa
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