Vivir de los municipios

Foto: Carlos Ávila Villamar.

Un observador distraído ve en un mapamundi una distribución aleatoria de tierra y agua. Las accidentadas siluetas de los continentes no serían para él menos misteriosas que los fragmentos de una vasija, cuya forma no ha visto. obstante, basta detenerse solo un poco para descubrir que las costas del Nuevo Mundo que dan al Atlántico coinciden con las del Viejo. La panza del Brasil prácticamente encaja en la zona comprendida entre Nigeria y el Congo, y el Golfo de México recuerda a la Península Ibérica. Basta una abstracción para comenzar el análisis que terminaría en la hipótesis de que los continentes alguna vez estuvieron unidos. Con esto quiero decir que el observador distraído, con igual equivocación, puede pensar que la existencia de los asentamientos humanos es constante y azarosa.

Las ciudades surgen por razones económicas. Aquellos que participan directamente en el comercio, en la minería de cobre o en la industria azucarera necesitan hospedarse, comer, arreglar sus zapatos, entretenerse, y además necesitan cuerpos armados que defiendan su seguridad y médicos que atiendan, al menos, sus resfriados. Incluso aunque no paguemos directamente al policía o al médico, lo hacemos a través de impuestos, y los salarios que ellos reciben alimentan a su vez la economía local. Una ciudad es un lugar donde el dinero circula y se multiplica.

La ciudad, como maquinaria, tiene una peculiaridad, y es que entre más crece más cuesta moverla. La Habana se movió de la costa sur a la costa norte hace siglos, buscando mayores privilegios, porque entonces era apenas un caserío. Si la ruta de comercio se cancela, si se agota la mina de cobre o si deja de ser rentable la industria azucarera, la ciudad debe buscar rápidamente un motor que impulse el resto de sus actividades económicas, una riqueza primigenia que permita la existencia de las demás, o de lo contrario debe moverse.

Hay una tercera opción mucho menos saludable, que es sentarse y vivir de los municipios. La distribución administrativa de la mayoría de los países reproduce el antiguo modelo feudal, en el que las zonas más alejadas juraban lealtad y pagaban la protección de los centros económicos, políticos y militares más cercanos mediante un sistema tributario. En Cuba es ligeramente más complicado, aunque en el fondo rige el mismo principio: las ganancias de todos los territorios van para un arca nacional, de la que sale una especie de subvención, que es el presupuesto provincial: el dinero que se considera apropiado para el funcionamiento de cada territorio. Eso no significa que la capital alimente a las provincias, sino que los beneficios de una comunidad agrícola determinada dan un viaje muy largo que rara vez termina en las inversiones que necesita su respectivo municipio.

De ese modo, hay comunidades que se resignan a no ver el resultado de sus esfuerzos, y otras que se acomodan a ser subvencionadas. Eso es lo que han hecho muchas capitales provinciales cubanas: agotadas o enflaquecidas las industrias que les dieron un motivo para existir, sobreviven como inmensos cuerpos en estado vegetal, conectados a máquinas burocráticas. A veces las cuentas dan, aunque sea por un pequeño margen, gracias a lo recaudado en tiendas de divisa e instalaciones de servicios. Pero el objetivo de cualquier ciudad no es sobrevivir, sino desarrollarse. No tiene sentido una ciudad con bomberos, policías, médicos, maestros, técnicos de electricidad, escritores y estrellas deportivas si no sostiene una actividad económica fuerte, que ofrezca buenos fondos al estado para pavimentar calles y salarios altos que estimulen los demás negocios. Es inútil mantener todos estos empleados en una capital de provincia que necesite ser subsidiada, sobre todo si no existen o solo existen vagamente sus homólogos en los territorios verdaderamente productivos.

Las ciudades que no tienen un gran potencial turístico o un puerto clave para el mercado internacional necesitan industrias que las saquen de la inmovilidad. Pero crear una simple fábrica es una pesadilla burocrática para cualquier gobierno provincial, porque implica un papeleo que debe esperar años, sin mencionar los altibajos de las materias primas. Suponiendo que una fábrica se inaugure y tenga recursos suficientes, comenzará el próximo reto, que es la comercialización.

Digamos que se trata de una fábrica estatal de vasos: lo normal es que deba limitarse a cumplir las cuotas que le impone el estado para el consumo interno. Va a ser extremadamente difícil que la fábrica vea sus productos en las tiendas recaudadoras de divisas, en las que paradójicamente los cubanos compran vasos hechos en cualquier otro país. Apenas un puñado de industrias cubanas, mixtas sobre todo, está autorizado a vender en divisa para la población. El resto se limita a vender en moneda nacional los pequeños excedentes de sus producciones, rústicas e inacabadas. Como cabe esperar, estas pocas industrias no obtienen ganancias que les sirvan para modernizarse, ni pedir aumentos de sueldo, suponiendo que los mismos estén autorizados. La dinámica actual parece hecha para que las propias industrias estatales se vuelvan inútiles.

Incluso si aparecieran minas de diamante junto a un caserío, situado en una bahía lista para el comercio exterior, carecemos de la eficacia para construir viviendas, escuelas y hospitales en un período aceptable de tiempo. En Cuba toda distribución poblacional ya está hecha. Porque el problema no es, por ejemplo, que La Habana no pueda tener más habitantes. Hay ciudades de cinco millones de personas que funcionan a la perfección. El problema es que aunque existieran las industrias como para sostener las vidas de cinco millones de habaneros, no podríamos construir una infraestructura que los soportara en el tiempo en que se haría en otros lugares del mundo.

 

La Habana

La Habana, a pesar de estar sometida a las mismas leyes que las provincias, ha prosperado. Porque todavía es un puerto importante, porque ha sabido invertir en la industria biotecnológica etc., pero sobre todo ha prosperado por su condición de ciudad turística. El turismo, una industria que está un poco más libre de las trabas burocráticas ya mencionadas, ha provocado el auge de los servicios en La Habana, porque ha asegurado márgenes de ganancia que los consumidores cubanos no habrían permitido. El dinero de los turistas recaudado por el Estado se va demasiado rápido en los gastos sociales y en el pago de viejas deudas. Y el dinero recaudado por los privados sale muchas veces del país o se sigue reinvirtiendo en los servicios enfocados en el turista. Pero pese a que esta burbuja se puede romper en cualquier momento, La Habana es ahora una ciudad mínimamente funcional.

El modelo de prosperidad de La Habana ha sido copiado en las capitales provinciales con un éxito muy moderado, que no alcanza para reactivar el resto de las economías locales. La verdad es que no todas las ciudades cubanas tienen potencial para ser grandes centros turísticos, aunque al ritmo que vamos, hasta los campesinos de la Sierra van a dejar la agricultura y se dedicarán a atender hostales.

Hay ciudades cubanas que existen por la simple inercia de siempre haber existido. Ciudades enteras que viven de un par de turistas que llegan al año, pero sobre todo que viven de las remesas, de los efímeros negocios que impulsa el dinero de las remesas: venta de películas, cafeterías, reparación de celulares etc.

Son ciudades ociosas de las que la gente intenta irse y no se va porque no ha encontrado quién le compre la casa. Albergues de decenas de miles de personas que trabajan en empresas improductivas, o que no trabajan en lo absoluto. Un derroche millonario de potencialidad, a la espera de una reorganización contundente y bien pensada. Una reorganización que no puede esperar. La diferencia entre el desarrollo económico de La Habana y el de las provincias, que se intentó suavizar después de 1959, puede aumentar de manera drástica en los próximos años.

De las provincias el habanero escucha algo por el humorista, por el narrador deportivo, o cuanto más, por el familiar que viene a pasarse una semana mientras resuelve tal trámite. El habanero imagina las provincias como áreas verdes, sin importancia y sin futuro. Un lugar del que sacar policías.

Hay una parte de esa visión que me parece particularmente atroz, y es el pensar que los nueve millones de cubanos que no viven en La Habana valen menos que los dos millones que sí. Nadie ha dicho eso, objetaría cierto lector, pero nadamás hay que recordar el modo en el que esos dos millones de personas acaparan las representaciones en la prensa, el cine y la televisión, para sentarse y pensar en ello durante un par de minutos.

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