Un italiano contra el tránsito

Que un extranjero viva arraigadamente en Cuba, además con libreta de abastecimiento y en una humilde morada, puede resultar para muchos un acto de locura. Rafaelle Testagrossa (ciudadano italiano con nacionalidad cubana) ilustra bien el ejemplo. En las afueras de la ciudad de Las Tunas es muy posible encontrarlo lidiando con sus musas, aferrándose a nuestra cotidianidad tal y como un ser nacido en esta isla.

“El cubano es rico y no lo sabe. En ningún lugar se puede vivir como aquí. Conozco bien la vida que se lleva fuera de este país”. La frase no atrapa tanto, como el desenfado y la sencillez con que la dice. Y mientras sus labios permanecen cerrados, las cuerdas vocales del tiempo reflejadas en la cara y la expresión de su rostro siguen articulando verdades desde el silencio, quizás en nombre de la inquietud e inseguridad que sintió al visitar su tierra natal, o de esos recuerdos que lo trasladan a una infancia demasiado dura, allá, para imaginarla envolviendo a Yam Rafaelle y a Denisse Raffaela: dos retoñitos por quienes respirará aire cubano hasta el final de sus días, aquí.

“Yo quería conocer a Cuba —dice—; había escuchado que este es un lugar tranquilo, libre, con una hermosa naturaleza, ciudades sin problemas de agresión, donde las personas pueden caminar a cualquier hora por la calle…Y decidí venir un día, hace 18 años.”

Ignoraba Rafaelle que terminaría enamorándose de esta tierra y de sus gentes (así lo afirma) o que dejaría atrás la antaña fábrica de muebles (herencia familiar), dos hijos adultos, la cocina italiana, su propio ayer fragmentado en “pedazos buenos, pedazos malos”. Nunca le pasó por la mente que quince días es lo máximo que puede soportar lejos de Cuba, aun estando en lugar donde vino a la vida.

Tampoco imaginó que, sin haber tenido inclinación o habilidades para la actividad plástica (ni cuando niño), el entorno cubano le provocaría una irresistible pasión por crear.  Allá en Italia, Rafaelle no tenía tiempo para coquetear con la creatividad. “Descubrí que aquí hay condiciones para hacer arte: esta tranquilidad, el paisaje, la vida, la posibilidad de realizar las cosas con paciencia, sin presiones.”

De hecho, sus coterráneos no creerían que los “talleres” donde las musas bajan a desvestirle la imaginación han sido la sombra de un limonero en el patio de Raquel (vecina del reparto La Victoria), aquel apacible recodo bajo los bambúes de El Cornito (morada del poeta Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, en el siglo XIX), un apartado paraje en la periferia urbana…

Curiosidad, y hasta asombro, provoca el uso del vidrio: poco o nada explotado aquí en función de una obra que, como explica, “yo no dibujo o esbozo primero, sino que la tengo dentro de la cabeza y la voy haciendo realidad de forma directa”.

El detonante fue aquella “mujer de vidrio” (modelo vivo revestida con ese material) a la que siguieron un auto Dodge, prendas de vestir, zapatos en desuso, cintos, maleta, sombreros, sillas, juego de dominó (ideal durante apagones eléctricos y apto para personas ciegas), guitarra, acordeón, contrabajo, trompeta, maracas, bongoes, claves y otros instrumentos de cubanísimo arraigo.

Con extrema paciencia decoró la habitación 218 del Hotel Las Tunas y montó un mural en el hotel Deauville, en La Habana: obras que donó íntegramente porque, como suele afirmar, “no me dedico a crear para vender”.  Pero entre todos sus trabajos siente especial cariño por un cuadro de Maceo y dos del Che, a quienes admira; un mapa de Cuba (expuesto en Torino), mientras espera seguir “cristalizando” el ejemplo de otras personalidades.

“Punto fijo” en romerías holguineras y salones de la plástica tunera (donde ha obtenido premios), Rafaelle hace meditar también con sus performances acerca del  tabaquismo, la prevención contra el SIDA, los horrores de la guerra…  Su quehacer, enmarcado en la tendencia del llamado Arte Pobre, se convierte en vocero de muchas de las realidades presentes. Estamos ante un simple ser de 69 años que dice no alcanzarle la vida para expresar cuanta idea tiene en la cabeza.

Ajenos a esa obra, desperdigada entre amigos pero que sueña juntar y exponer algún día, para algunos quizás este hombre sea un italiano cada vez más habitual a la mirada de quienes lo ven andar con apariencia humilde, en busca del vidrio abandonado que tritura e impregna con pegamentos, “en todo lo que halla a su paso”.

Hay quienes no lo entienden. A él no le inquieta. Sólo desea estar aquí, en un país materialmente mucho más pobre que el suyo, donde, según cuenta, respira paz a sus anchas y vierte la sensibilidad que nunca imaginó llevar dentro allá: hacia donde otros vuelan para crear y vivir mejor.

Casa de Rafaelle
Casa de Rafaelle
Rafaelle
Rafaelle
Rafaelle
Rafaelle

Por: Lisandra Díaz Padrón y Pastor Batista Valdés 

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