El inicio de la etapa escolar es uno de los momentos más esperados por los padres. En peregrinaje por toda la ciudad, compramos uniformes, mochilas y útiles escolares. Al pasar por la escuela del barrio, les mostramos a nuestro hijo el lugar donde irá a “aprender”. Con anterioridad los estimulamos (en muchos casos), con libros y actividades como colorear, ir a paseos, etc. Todas estas acciones en conjunto, suponemos, deberían garantizar el éxito.
El primer día de escuela sentimos un orgullo enorme por nuestros hijos. Les tiramos fotos, y disfrutamos el momento esperado, que durará… hasta que viramos la espalda, y entonces florecen las preocupaciones. No importa que el niño se haya quedado aparentemente feliz; preguntas como “¿hará amigos?, ¿aprenderá sin dificultades?, ¿se portará bien?, ¿comerá?, ¿tendrá una maestra buena que lo cuide y lo quiera?, ¿habrá sido suficiente todo lo hecho?”, llenan nuestra cabeza.
Los niños llegarán a la escuela con diferentes niveles de desarrollo. A partir del primer día de curso, todos deberán hacer lo mismo de golpe y porrazo. Así hayan nacido en enero y ya tengan cumplidos los 5, o si los cumplirán en diciembre. Esta diferencia en los primeros años es significativa. Los pequeños, aunque con características que los tipifican como preescolares, tendrán variedad de costumbres e individualidades que los distinguen.
Como si todo esto fuera poco, de forma drástica pasarán muchas horas sentados, escuchando a la maestra, y deberán ser evaluados por lo que aprendan. Las familias, para este inicio, los habrán preparados a su modo. Es ardua, por todo ello, la misión del personal docente que deberá homogenizar a ese nuevo colectivo que arribó al centro escolar. Mi mayor respeto para los maestros.
Mi primera experiencia familiar, en relación con este tema, fue con mi sobrina. Fue mi conejillo de Indias. Con ella podía poner en práctica lo aprendido en la universidad pedagógica. Creía, con ingenuidad, que enseñar a un niño y motivarlo para ello, era fácil (mi sobrina aprendió a leer a los 4 años).
No obstante mi formación académica, el inicio de la escuela para mis hijos fue como la de cualquier mamá sin este punto a su favor. Lo que corrobora el antiguo refrán de que “nadie es profeta en su tierra”.
Mi hijo mayor, cada vez que le mencionaba la palabra “escuela”, no mostraba el menor interés. Desesperada, llegué a decirle (admito que con mucha antipedagogía) que le saldrían orejas de burro al igual que a Pinocho si no se escolarizaba. Esto no le causó el efecto deseado. Pinocho era su ídolo. Siempre me decía, “quiero que tú me cuides”. Algo que, por la frecuencia con que se enfermaba, yo tenía que hacer a tiempo completo pese a estar trabajando y él en un jardín de infancia. No hubo argumento capaz de convencerlo de que debía “alegrarse” y “desear” ir a la escuela, pues eso sería bueno para él. Creo que no le quedó más remedio que resignarse a la idea.
No fue hasta sexto grado, cuando contó con una maestraza (MSc Graciela Pérez Mojena), que pude verlo feliz por aprender. Ella sacó lo mejor de cada niño de su clase. Mi hijo comenzó a tener excelentes resultados en Matemáticas. Sus compañeros se destacaban también en las diferentes asignaturas. Ella premiaba a sus alumnos con unos cuños que plasmaba en su libreta con muñequitos y mensajes de felicitaciones. Me parecía increíble que niños ya grandes y muchos entrando en la pubertad lograran entusiasmarse con algo tan simple. Gracias a esa maestra pudieron tener la experiencia, mejor tarde que nunca, de que esforzarse en la vida era imprescindible para obtener algo más que lo que nos toca “por la libreta”: el habitual “revisado”.
No obstante al inicio desafortunado en cuanto a motivación, mi hijo mayor terminó con otra niña del aula discutiendo el “alumno integral” al finalizar su paso por la educación primaria. Ha transitado sin dolores de cabeza por todos los niveles de enseñanza y está en la Universidad. Para no gustarle la escuela, no puedo quejarme.
Con el pequeño el inicio fue más fácil, pues ya estaba su hermano y lo de ir a la escuela ya fue para él algo frecuente. Tan contento estaba en su primer día que cuando oyó las notas del himno nacional, comenzó a bailar. Siempre fue musical, y sobre la solemnidad del himno yo no le había hablado. Para rematar, a media mañana, se desapareció del aula causando gran revuelo. Por suerte, a alguien se le ocurrió buscarlo en el aula del hermano, y allí estaba. Mi pequeño sufrió su segunda decepción en sólo unas horas: no toda la música era para bailar, y pese a tener a su hermano tan cerca, era pecado capital ir a donde este estaba.
Además había otro problema para él: su uniforme. No podía zafarse el short, la camisa le daba picazón, y no le apretaban los zapatos de milagro. Me decía molesto que la ropa de “esa escuela” no le gustaba. No podía creerlo, no preví eso, era inadmisible. Recordando mi tormento con los tirantes de mi uniforme de niña, le puse una pegatina al short y negocié camisas para lunes y viernes, días de matutinos importantes y el resto pulóveres blancos de algodón. A fin de cuentas, sólo pude comprar dos camisas para iniciar la escuela. Curiosamente nunca nadie me preguntó porqué iba en pulóveres. Pasado los primeros meses de calor, fui incrementando los días en que le ponía las camisas (heredadas del hermano) hasta que sin él notarlo, terminó correctamente uniformado.
Mi pequeño se las agenciaba para ver a su hermanito inventando cosas como que se le había quedado el agua, la merienda, el lápiz, en fin, todo lo que podía dejarse. Yo me hacía de la vista gorda en ese aspecto, aunque debo haber tenido fama de despreocupada.
Fui paciente, porque para mí tampoco fue agradable el tránsito del jardín de infancia a la escuela. Más bien fue traumático. Le decía a mi mamá que no me gustaba la escuela porque no tenía búcaros el comedor. Ella pensaba que yo era una niña muy sensible. Claro, hasta que le confesé que ahí era donde echaba la leche que no me gustaba tomar, y te vigilaban a la salida del comedor para verificar si lo habías hecho. No hacerlo era una especie de delito que se pagaba de la peor manera: consumiendo el líquido blanco de pie frente a la torturadora auxiliar que te cuidaba. Yo era muy inapetente y malcriada para comer. Extrañaba mucho, en ese sentido, la comida de casa.
Las peleas entre niños, el que se lleva en su bolsillito un poquito de plastilina o cualquier cosa que le parezca interesante, el que por no pedir permiso se hace pipi, y el que fastidia a más no poder y enloquece a la maestra al punto de hacerla decir “o él o yo”, son otras de las muchas variantes de lo que puede ser un calvario para maestros y familias, pero el que lo llevará peor será, sobre todo, el niño. Como profesional, he visto el sufrimiento de un niño que siente que todo lo hace mal y no sabe cómo hacerlo diferente. A los pequeños hay que mostrarles el camino una y otra vez. Si se pierden en el intento, debemos tomarlos de la mano y conducirlos.
La maestra de preescolar de mi niño pequeño tenía un espacio al lado de la pizarra donde iba poniendo el nombre de los niños que participaban; si lo hacían repetidas veces y daban respuestas acertadas, les ponía estrellitas al lado de sus nombres. Esta práctica está muy difundida en las escuelas cubanas y, por tanto, terminamos acostumbrándonos a ella.
Un día, mi pequeño cortó en pedazos una caja de cartón y me fue pidiendo que hiciera una estrella en cada cartoncito mal picado, y que en ellos escribiera el nombre de cada niño de su aula. Me fue guiando hasta hacer una estrella para cada uno de sus compañeritos de clase. Las mismas se las entregamos a su maestra –vanguardia, experta, y máster en Ciencias– que las recibió haciéndome la delicada mueca de la Mona Lisa.
Mi pequeño nos había dado una lección: las estrellas están en el cielo para todos. No son exclusivas para unos pocos. Sentí orgullo en ese momento por hacerme notar lo obvio, que se olvida por la costumbre de subrayar diferencias aún con las estrellas. Me sorprendí, años después, cuando recogí su expediente para trasladarlo de escuela y vi que esa maestra le había escrito en el mismo: “le gusta llamar la atención”. Considerando que está en una escuela de arte, me pareció muy justo.
Contratiempos habrá. Para lograr que los pequeños lleguen a esta etapa con los menos posibles, debemos prepararlos integralmente. Es importante que los enseñemos a resolver sus necesidades más vitales: cómo ir al baño, vestirse y alimentarse de forma variada. Deberán haber jugado mucho con otros niños, desarrollando habilidades sociales. Respetar límites y reglas. La escuela está llena de ellos. Para afrontar los nuevos conocimientos, es importante también que miren al interlocutor que les habla, a su maestro. Y que ellos mismos puedan expresarse correctamente.
Todo lo expuesto contribuirá a que al llegar a la escuela sean aceptados, lo cual será para ellos muy necesario. Destacarle su brillo es vital para que iluminen el espacio que ocupan.
Preparar a nuestros pequeños más allá de proporcionarle mochilas y útiles escolares, enfocándolos en el conocimiento que adquirirán, ayudará a que se ganen sus estrellas, apelando a que se contará con la maestría pedagógica que no está en los títulos ni en la experiencia, sino en el buen corazón que debe tener un maestro para que haga sentir a cada niño parte de su constelación.
En la familia está la responsabilidad de construir la base de la pirámide que será alzada por docentes y el resto de las influencias educativas que reciba. Nunca, si de un niño se trata, se habrá hecho demasiado.
Mi utopía es que la escuela sea un lugar donde enseñar sea más importante que evaluar. Donde se respete y valore la diversidad. Donde exista el personal especializado (psicólogos, defectólogos, psicopedagogos y logopedas) para atender a los infantes que lo necesiten. Integrar sí, pero con las condiciones para ello, para que ningún niño sufra por no ir al ritmo del resto. Que este comienzo sea, además de uno de los momentos más recordados de la vida, el punto de partida para que cada niño llegue a ser más independiente, competente y sobre todo, feliz.