Mi primera conexión con la cultura norteamericana empezó con la música. Durante los años 60, bajo el impacto del curso de colisión con los Estados Unidos, en Cuba se fue desarrollando/sedimentando una ideología nacionalista que, a diferencia de lo que algunas veces se asume, no fue inventada ni por el proceso revolucionario ni por la persona de Fidel Castro, sino estaba enraizada en un largo catálogo de frustraciones republicanas. Y como todas las de su tipo, naturalmente se definía de manera negativa ante la percepción de amenaza externa. Playa Girón/Bahía de Cochinos fue, sin dudas, una de sus piedras de toque.
A fines de esa década, y sobre todo a principios de los años 70, la más joven generación, nacida en los 50, tuvo que heredar/lidiar con esos patrones en casi todas las esferas de la vida. Después de la política, la primera y más obvia fue la cultura, y en particular la música, una vez tomada por ellos mismos como marcador de identidad grupal/generacional.
En Cuba, el panorama sonoro de hasta entonces se había caracterizado por un nacionalismo que, en lo fundamental, tuvo tres nombres: Mozambique, Pacá y Pilón —ritmos creados por Pedro Izquierdo “El Afrokán”, Juanito Márquez y Enrique Bonne, respectivamente—, además de otros menos recordados como el Mozanchá, el Chiquichaca y la Chaonda. Eran fenómenos masivos y de cierta importancia, pero el problema consistía en que funcionaban en una especie de autofagia, por contraste con las poéticas de Dámaso Pérez Prado, Benny Moré y César Portillo de la Luz, quienes entre los años 40 y 50 habían logrado insertar/fusionar la poderosa tradición popular cubana con la música norteamericana.
En esa generación emergente, cuya socialización coincidió con la beatlemanía, la invasión británica, el 68 francés/mexicano, la Ofensiva Revolucionaria, la invasión a Checoslovaquia, la revolución sexual, Woodstock y Watergate, se produjo —sobre todo en el medio capitalino— una polarización que el habla popular recogería con dos términos claros y distintos: los “cheos” y los “pepillos”. “Cheo” es una de las maneras con que en la Isla se designa a los José y en ese contexto denotaba por consiguiente lugar común, lo reiterado y hasta vulgar si se quiere; la palabra “pepillo”, que también tiene su historia, significa “joven” y se asociaba con lo moderno y lo proveniente del exterior más allá del llamado socialismo real, es decir, con lo políticamente incorrecto.
Los primeros constituían, entonces, expresiones corrientes de ese nacionalismo aislacionista. Se autoidentificaban con una indumentaria más bien propia del mundo marginal/carcelario (pelo corto con “motas” laterales, camisetillas de guinga, pañuelo blanco en la mano, casquillos de oro en los dientes), asistían a Círculos Sociales y a bailes populares, a menudo caracterizados por la reyerta y la violencia, como lo recoge la toma inicial de Memorias del subdesarrollo (1968).
Los segundos eran lo que hoy denominaríamos alternativos: evadiendo esos ambientes, fundaron la Playita de 16 en plena roca viva; iban a las fiestas con botas cañeras, camisas anchas, collares, pelo largo (en lo posible, ya se sabe) y pantalones estrechos. Aparte de Los Beatles, en especial los del White Album y el Abbey Road, entre sus favoritos figuraban Led Zeppelin, Los Rolling Stones del Sticky Fingers, The Doors, Jimi Hendrix, Santana y Deep Purple, cuyos LPs ingresaban al país luego de un viaje al exterior de algunos de sus padres que, procedentes de las clases medias, habían decidido no abandonar el país y trabajar para el nuevo orden como técnicos o funcionarios.
Por ese entonces la música popular bailable cubana se había estancado hasta que lograron emerger y desarrollarse agrupaciones como Van Van e Irakere, el comienzo de la apertura tras las huellas de la Orquesta Cubana de Música Moderna. El bolero, por su parte, estaba en decadencia y los pepillos lo consideraban ridículo por las propuestas existenciales de sus textos, por la manera de encarar las relaciones entre los sexos y por su relación con las victrolas, que evocaban los bares y la prostitución del pasado reciente. Curiosamente, hacían una excepción con la música cubana: la nueva trova, una manera de decir que se articulaba tanto con la trova tradicional santiaguera como con Bob Dylan, Juan Manuel Serrat, Paco Ibáñez y los chilenos Ángel e Isabel Parra, cuyas canciones estaban a menudo presentes en sus fiestas y reuniones.
Aquella música que sonaba en la lengua del enemigo expresaba una contracultura y un sentimiento anti-establishment en proceso de gestación en Estados Unidos; sin embargo se produjo la paradoja de ser catalogada en Cuba como “penetración cultural”, código en el que ciertamente resuena el machismo de aquella época de profundos y drásticos cambios en la socialización y las relaciones interpersonales. Bien mirado, ello revela tanto el impacto interno del conflicto bilateral como las limitaciones propias de quienes trazaron esas líneas de exclusión, aplicadas también contra esa nueva canción cubana prácticamente desde sus orígenes hasta que la Casa de las Américas y el ICAIC tuvieron la inteligencia de moverse en sentido contrario.
Quizás faltó conocimiento de causa en la formulación de una proyección ideocultural. Solo por eso se pudo desconocer que las manifestaciones de la música rock —acusadas de ser instrumentos del enemigo, pero rechazadas en Estados Unidos por el conservadurismo en nombre de los “valores norteamericanos” y las “buenas costumbres”— eran esgrimidas en las protestas de los jóvenes contra la guerra de Vietnam, en las que a menudo también se veía la famosa foto del Che Guevara tomada por Korda. No es posible, sin embargo, obviar el componente psicológico.
El idioma inglés era, en efecto, la lengua de la hostilidad y de la intervención en los asuntos internos cubanos y de la enajenación del patrimonio, sobre todo durante la fase terminal de la segunda República. Figuraba en las bombas que no explotaron en la Sierra Maestra, en las cajas con armamentos para los alzados del Escambray y en los documentos incautados a diplomáticos extranjeros que trabajaban para la CIA.
Pero no había que cogerla con el rock and roll. Eso, decían, era cosa de viejos.